La experiencia de la arquitectura gótica no puede sustraerse de su carácter esencialmente musical. El Abate Suger –por esencia e historia el verdadero precursor del estilo gótico– hablaba frecuentemente de la estrecha relación existente entre el edificio consagrado a San Dionisio (la catedral de Saint Denis, en la capital francesa), y la Ciudad Celestial de San Agustín.
El hombre del Medievo, nos dice Gombrich, había escuchado hablar –a través de los sermones sustentados en el Apocalipsis de Juan– de una Jerusalén celestial, con sus avenidas rebosantes de perlas, joyas inapreciables, calles de oro puro y de reluciente cristal. Por consiguiente, las nuevas catedrales surgidas a partir del siglo XI se erigían automáticamente en atisbo de un mundo futuro, cuyo acceso implicaba la consagración y el desarrollo del espíritu.
Paradójicamente –y de forma simultánea con el momento en que el hombre medieval descartó la posibilidad de un fin del mundo asociado con el primer milenio de la era cristiana–, la ciudad celestial descendió de lo alto y se adhirió a la tierra a través de unos muros que, no por casualidad, ostentaban la firmeza de la piedra. Para la mentalidad del hombre que iniciaba el milenio, tal y como afirma Roger Scruton en su Estética de la arquitectura, la catedral gótica se erigió en una concatenación de estructuras ensambladas a la manera de una ciudad, de forma que nos condujera por ensalmo hacia un discurso musical perenne y armonioso.
En tales condiciones, y de conformidad con la afirmación estética de Umberto Eco, el gótico arquitectónico implica el desarrollo de una idea de religiosidad por sí misma. Tal desenvolvimiento corresponde mayoritariamente a la catedral gótica, «espejo de la ciencia, del alma y de la historia» –para utilizar las palabras de Marcel Proust. El genial escritor francés, al comentar la traducción de la obra de John Ruskin, nos indica que tal sugerencia colinda claramente con el ingreso en un mundo mágico: su simbolismo «abarca incluso la música que se escucha entonces en la misma nave, y cuyos siete tonos gregorianos representan las siete virtudes teologales y las siete edades del mundo».
La música y el espejo de las almas
El espacio de la catedral gótica –particularmente en Chartres, Notre Dame de París, Amiens y Laon– coincide con el espacio de la música de la luz, epítome mismo de la fe del hombre. La música servía al habitante del Medievo como medio de sublimación de las almas. Es por eso que el cristianismo desarrolla, a través de la catedral, una nueva visión de la imagen versus el espacio acústico.
Bajo la luz espectral y polícroma de los vitrales, enfrentados con un silencio total, o bien inmersos en el eco del canto que surge de manera antifonal de las capillas sur y norte, la magnificencia de la acústica de la catedral de Notre Dame de París fundió siempre las voces hasta el más allá. Digna de ser escuchada, para ratificar tal aseveración, es la grabación de la Misa en si menor, de Johann Sebastian Bach, registrada en tal emplazamiento por el Ensemble Orchestral de París, bajo la sobria y magistral dirección del estadounidense-costarricense John Nelson. Mediante tal fusión vocal e instrumental, el eco se pierde en el silencio, consolidando la unión entre el espacio temporal y el figurativo, lo visible con lo invisible, lo tangible desde lo intangible. En suma, la unión del hombre con Dios.
Altura de unos muros de piedra
La altura particular de los muros de la nueva catedral, a partir del experimento realizado por el Abate Suger en Saint Denis, sufrió un cambio sustancial. La modificación funcional consistió en desproveer a aquellos de su carácter eminentemente estructural. El muro de la iglesia románica fue siempre punto de apoyo, pero a la vez obstáculo y barrera para el mundo real, pese a que el espacio interno era radicalmente opuesto al espacio externo. Sin embargo, a partir de Saint Denis –y particularmente de Notre Dame de Chartres–, la ciudad celestial entró en posesión de un corpus particular, que observaba a la vez una solución de continuidad con el espacio de la ciudad, según la expresión de Fustel de Coulanges.
La bóveda de crucería pasa a ser el elemento estructural por excelencia, y a ello se debe la estructura «cruzada» que descansa sobre la elegante nervadura de las columnas, gráciles y resistentes como la propia Naturaleza. La estructura sugiere elevación hacia el cielo, de forma tal que, como dijimos al principio, la catedral sea un portal de ingreso, o plataforma de lanzamiento hacia la vida eterna. La imagen emblemática y señera de Notre Dame de París, que sufriera el embate del fuego, sugirió siempre continuidad, luz perpetua, elevación y recogimiento.
Una solución inédita
Notre Dame de París tenía una singular condición arquitectónica: el peso gigantesco de la bóveda de piedra, que tiende a cantar por sí sola, no presiona únicamente hacia abajo, en modo gravitacional. Lo hace también hacia los lados mediante las llamadas cargas axiales, y por ello el contrafuerte le resultaba insuficiente. Los arquitectos de Notre Dame idearon entonces una estructura independiente, que supera en altura a los contrafuertes y presiona la bóveda de forma externa y aérea: tales son los famosos arbotantes. Equivalen a una serie de arcos por tranquil, que comprimen la bóveda de crucería mediante un equilibrio de fuerzas. Los arcos por tranquil, llamados también arcos rampantes, son colocados arquitectónicamente, según sea la altura de la bóveda. Bien explica Ernst H. Gombrich que, a mayor altura, la bóveda tiende a perder el carácter redondeado del románico y a aguzarse cada vez más, a la manera de contra apoyo.
No parece existir duda acerca de que los arbotantes de Notre Dame de París sostuvieron la estructura hasta sus últimos límites: el incendio devastador consumió el llamado bosque, de icónica madera de roble, pero no alteró la parte estructural del edificio. Acaso por ello es que, de forma prudente, los encargados de la Brigada de Bomberos de París (BSPP) optaron por no emplear métodos aéreos de extinción del fuego, cuya naturaleza pudo haber obrado de manera contraria a la pretendida.
El incendio y el espacio de una catedral
Notre Dame de París tenía su doloroso flanco vulnerable: la madera impregnada en alquitrán, que ardió al contacto con el fuego. Pero olvidemos la imperfección, y afirmemos junto a Rushkin, que «ninguna arquitectura puede ser verdaderamente noble si no es imperfecta».
Ciertamente no podríamos alegrarnos por el incendio destructor que asoló Notre Dame. Empero, las imágenes que nos llegan por diferentes medios, y en particular a través de las redes sociales, son emblema de un grandioso desafío: la cristiandad no se extingue, y menos a través del fuego. El incendio de una de las catedrales más enigmáticas del planeta deviene simultáneamente en signo de sacrificio y de redención.
El espacio de la catedral gótica, y de Notre Dame en particular, es el mismo de la música de la luz: una constante de la fe del ser humano. Hablamos de una nueva dimensión vertical, matemáticamente estudiada, en donde las voces se entrelazan perfectamente, al igual que lo hacen las nervaduras de las columnas con la bóveda de crucería.
Contra el poder del fuego, los gigantes de piedra –que entonan un himno permanente– serán guardianes hasta la consumación de los siglos de una singularidad ética que dio vida a un milenio que ya se extinguió. Su expresión fenomenológica equivaldrá, como ha dicho von Schelling, a la de la música congelada.