“Las procesiones religiosas han tenido lugar en medio del recogimiento de los concurrentes; el orden ha reinado en todas ellas, la voz del sacerdote católico ha resonado en el púlpito y las poblaciones han tenido siquiera por este tiempo el consuelo de oír la palabra divina”. De este modo, hacia mediados del siglo XIX la feligresía, en medio del recogimiento y la oportunidad de salir del entorno rutinario, participaba del evento piadoso más importante del calendario litúrgico.
Con las palabras citadas se abría la crónica del único medio de prensa existente en la época. En el encabezado de esta publicación se hacía una referencia explícita a este particular: “El Supremo Gobierno, con el fin de proteger y hacer efectiva la libertad de prensa, y en atención de que en Costa Rica no se publica hoy otro periódico que La Gaceta, ofrece las columnas de este para la libre discusión; advirtiendo que, solo debe reputarse como oficial lo que bajo ese título se publica, no debiendo tenerse como tal, ni como semi-oficial todo lo demás que el periódico contenga”.
Como se puede apreciar, el alcance que en el entorno local tenía la prensa escrita era muy limitado, tanto por la pobre cobertura educativa existente en el país, como por la ausencia de medios escritos de divulgación de información.
Puesto en circulación el sábado 11 de abril, de 1863, el editor de la Gaceta Oficial brindaba una amplia descripción sobre la Semana Mayor. La información brindada iba desde reflexiones de orden teológico, con referencias al derecho canónico de Donoso, donde se exhortaba a los sacerdotes al ejercicio de la palabra de Dios en días festivos y domingos, hasta resaltar la importancia que tenían santos como San Ambrosio, San Gerónimo y San Basilio en asuntos como la propagación de la fe a través de diversas manifestaciones.
Sin embargo, la crónica periodística adquiría su grado álgido cuando se enfocaba en relatar la forma en que el discípulo traidor era ajusticiado por una masa de fervientes creyentes.
La quema de Judas
“El Domingo de Resurrección, es en San José particularmente, un día de tumulto, de bulla, o más propiamente de alegría. Desde las 4 de la mañana los ruidos de las campanas de la Catedral anuncian a los habitantes que hay un Judas colgado en la mitad de la plaza; que es preciso que el pueblo vaya a la Iglesia, se despache de la misa muy de mañana y se prepare al despuntar de la aurora entre la algazara de la multitud, los cohetes y la música, a ver volar a mejores puntos al traidor que vendió por treinta monedas al Salvador del mundo”.
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San José, en la descripción del editor de prensa, era pura expectación al amanecer del último día de la Semana Santa. La capital que, para entonces disponía de una población dedicada en lo primordial a labores agrícolas y con un centro urbano de unas cuantas cuadras alrededor de la Iglesia catedral, se llenaba de color y visitantes dispuestos a formar parte del espectáculo. En este punto la dirigencia eclesial no se guardaba esfuerzos por garantizar la ejecución de un acontecimiento acorde con la magnificencia de la celebración.
La escena de la quema de Judas ocurría en los siguientes términos: “Colocan al marchante colgado de una estaca con espuelas de pólvora, un sobrero chambergo, capa flotante y grandes bigotes. El ciudadano, así colgado, espera la ejecución de su sentencia, impasible y como de antemano se sabe que no hay compasión para él, los espectadores al salir de la misa y concluida la procesión de costumbre, se agrupan fuera de la Catedral y se desparraman por las calles y plaza, aguardando el momento del suplicio”.
Al ser las 6 a. m. el momento tan esperado, el conglomerado social asumía protagonismo. Una mecha encendida, a prudente distancia, provocaba algarabío general entre los asistentes. Los rostros, antes circunspectos, ahora mostraban signos de euforia ante la explosión del innombrable apóstol, que despedía, en todas direcciones, cachiflines y silbidos, con alegre música de fondo. Era la culminación de días dedicados al recato y a eventos de recogimiento espiritual que encontraban en la fiesta litúrgica el retorno a la cotidianidad.
“Murió Judas, ya no existe Judas. Será mentira, será vedad. Mamá Juanita cómo le va. Muy bien, ¿Y a usted? ¡Bien señora, gracias a Dios, ya salimos de Judas!”. Como todo acto ritual, la repetición constituye un asunto esencial para interiorizar patrones de comportamiento y reproducir discursos. El caso de la quema de Judas, como se puede apreciar, no dista de lo antes dicho. Año con año, el episodio se reitera y se celebra como una nueva oportunidad de fortalecer los vínculos de fe de la población que comparte un espacio geográfico y una visión de mundo.
Alrededor de actos de esta naturaleza la Iglesia católica encontró un escenario propicio para insertarse en el imaginario popular que tiende apropiarse de estos como parte de su relación con lo divino.
Por supuesto, no siempre todos estuvieron de acuerdo con estrategias como éstas. El editor de la Gaceta Oficial se permitió ofrecer una valiosa reflexión, que, más de siglo y medio después de expresada, no deja de tener vigencia: “Si en lugar de presentar a la sociedad el espectáculo de incendiar un muñeco el Domingo de Resurrección, se pusiese más cuidado en la Enseñanza del Evangelio ¡qué de ventajas no obtendría la sociedad!”.
El autor es Coordinador del Programa de Humanidades en la UNED y Profesor Asociado de la Escuela de Estudios Generales en la UCR.