La vida de Giacomo Puccini, afirma Ernst Krause, equivale a un constante reconocimiento de nunca acabar. En las antípodas de Gustav Mahler o Richard Strauss, el maestro de Lucca desistió del aislamiento con propósitos creativos y adoptó una intensa vida social unida a su condición de bon vivant.
En dos ocasiones, nos dedicamos a la búsqueda de huellas perdidas del compositor en los alrededores del Lago Massaciùcoli. Perdimos el tiempo. Ni en presencia de la estatua pucciniana en el mero centro de la plazoleta de Torre del Lago-Puccini ni en la propia vivienda del genio pudimos receptar las huellas de su creatividad. Logramos sí, y de manera sobrada, recolectar las muestras del hombre social –el dandy de su tiempo– que lo proyectaban en el mundo creador como epítome de la elegancia y de la distinción.
Puccini eligió mantenerse al tanto de los fenómenos creativos que se generaban a su alrededor. Fue amigo de Leoncavallo –hasta que el conocido diferendo originado en la composición de La Bohème, concluyó por alejarlos–. Fue cercano a Mascagni, a Strauss y a Schœnberg, cuyo Pierrot Lunaire presenció, cómodamente sentado en una poltrona del Palazzo Pitti, en un señalado episodio que hemos reseñado con anterioridad. También admiró la prosapia vienesa de Franz Léhar, y su indudable capacidad para retratar la mundanidad del aristócrata o del cortesano.
Y, sobre todo, sufrió las ineluctables influencias de Verdi y de Wagner, unidas a las que proyectaban los compositores franceses: Jules Massenet, Georges Bizet, Maurice Ravel, o Claude Debussy. Del primero obtuvo el famoso charme mélodieux, encanto melódico que anticipaba la belleza vocal. De los dos últimos, extrajo Puccini su increíble capacidad para describir ambientes exóticos, mediante recursos propios del impresionismo entre los que destaca la ancestralmente prohibida implementación de los movimientos armónicos de quintas paralelas. La armonía tradicional prohibió durante siglos la utilización de movimientos equidistantes en los intervalos de cuarta, quinta, u octava, so pretexto del carácter abrupto que tales recursos producían en el oyente.
Una particular cohorte de críticos y musicólogos asegura que Puccini careció de sentimiento nacionalista y –aún peor– de originalidad en el empleo de la armonía que estructura sus óperas. Admitamos la primera aunque con reservas, pero rechacemos abiertamente la segunda. El compositor adaptó a su manera las novísimas técnicas del impresionismo, se mostró de acuerdo con la rehabilitación de las quintas paralelas y, merced a tales recursos técnicos, supo revestir sus melodías de una exquisita ambientación oriental, cuando ella fue necesaria. Al propio tiempo, reafirmó esa extraña capacidad de la que se preciaba: la posibilidad de hacer llorar a su auditorio a partir de una tonalidad mayor.
Puccini y sus heroínas
Tanto se ha escrito acerca de la heroína pucciniana que resulta difícil asumir como propia una aseveración acerca del tema. Tosca, Suor Angelica, Mimì, Musetta, Turandot o Liù se bastarían a sí mismas como cálidos ejemplos de este inveterado amor por la mujer, que el compositor de Lucca plasmara sobre el pentagrama. Ninguna, empero, alcanza la dimensión de Butterfly –o, con mayor exactitud, de Cio-Cio-San–, la niña-mujer que cautivó al gran público por su ingenuidad, su pasión… y su rara universalidad.
No fue fácil orientar la predilección del espectador promedio hacia la temática de la niña del Japón víctima de la carencia de escrúpulos de un marino yanqui y, sobre todo, de su propia circunstancia. Con toda probabilidad, dicha preferencia del público obedeció a esa inefable convicción que, en la tesitura de un himno de fe y determinación, entona la protagonista bajo el título de Un bel dì, vedremo (Un bello día, veremos), desde las colinas que bordean a Nagasaki.
La temática del orientalismo
A partir de Iris de Pietro Mascagni, a cuyo estreno asistiera en 1898, Puccini mostró claro interés por el arte y la música japonesas.
Algunas telas impresionistas –incluida la de Madame Monet embutida en su kimono– contribuyeron al susodicho interés. A ello se une la adscripción europea al stile floreale (que saturó el viejo continente con jarrones, porcelanas, quimonos y peinados) y a los temas exóticos que pululaban en el género operístico: Aida; Pêcheurs des Perles, Lakmé, L’Africaine o Thaïs fueron claros ejemplos de tal vocación.
Los primeros contactos con una geisha
Conocido es el acontecimiento que movió a Puccini a escoger el tema de la joven geisha desairada por un marino norteamericano. A principios del mes de marzo de 1900, el actor y dramaturgo estadounidense David Belasco estrenaba –en el Harold Square Theatre de Nueva York– su obra Madame Butterfly, pieza teatral de tan solo un acto. La obra de Belasco tuvo un rotundo éxito, que llegó a los oídos de Puccini, gracias a la relación de Frank Nielson, empresario del Covent Garden londinense.
En un segundo viaje a Londres, el maestro coincidió con el estreno de la obra en el Duke of York Theatre. Pese a su desconocimiento de la lengua inglesa, el compositor se sintió hondamente conmovido por la tragedia, individual y sencilla, de una niña-mujer en el lejano Imperio del Sol Naciente. Quizás, en su feraz imaginación melódica, se renovó tempestuosamente la idea estética que le había sido sugerida por la audición de Pelléas et Mélisande.
Sin una sola nota musical en la obra, la mente de Puccini generó las melodías que dotarían de inmortalidad a su proyecto de ópera. Se cuenta que hasta el apasionado Coro a bocca chiusa (coro mudo) surgió de tal ocasión, enmarcada en una imagen impresionista de cerezos en flor y exuberantes crisantemos. David Belasco –el autor de la obra– expresó que había concedido a Puccini los derechos para la musicalización de su obra, pues… ¿qué otra cosa puedes hacer con un italiano con lágrimas en los ojos, que te abraza con un sentimiento no visto con anterioridad? Agregó el dramaturgo que Puccini no había visto la función, sino «escuchado la música que quería escribir para ella».
Hablando de caracteriología
La ópera, rotulada por Puccini como tragedia japonesa, es en la práctica la transformación vital (y musical) de una niña de corta edad. El hecho de que ella nazca, viva, goce, sufra, espere y muera bajo el Imperio del Sol Naciente, no es otra cosa que su circunstancia –hubiese afirmado Ortega y Gasset–. El compositor no tuvo mayor problema al delinear su proceso de transformación: la niña ingenua de mediados del primer acto da paso a la mujer apasionada del dúo de amor; al igual que la madre esperanzada que otea el horizonte, deriva hacia la mujer pletórica de dignidad, que decide morir con honor cuando advierte que no puede continuar viviendo sin su tutela.
Acaso la mejor descripción melódica (de dos caracteres absolutamente disímiles) esté constituida por el Vieni la sera –el más lírico evento de toda la ópera–. El célebre dúo de amor –uno de los episodios de mayor duración en la ópera italiana– encarna también la más absoluta perfección en el delineamiento de los personajes: el amor inocente de Cio-Cio-San se une magistralmente con la apremiante libido de Pinkerton; ambos sentimientos se entrelazan y oponen con perfección tensional in crescendo, hasta arribar al clímax del ayuntamiento: el amor creador de la concepción.
Butterfly: una ópera de personalidad
Si tuviésemos que escoger tres personajes femeninos de Puccini que concentrasen el sentimiento y la personalidad del compositor, no tendríamos duda alguna: las escogidas serían Mimí, Liù y –sobre todo– Butterfly. En la escala axiológica pucciniana destacarían la sencillez, la fidelidad y la pasión por encima de muchos otros valores como la heroicidad o la pureza. Butterfly es epítome de todos ellos, aunque su descripción no eche mano del lenguaje hablado.
Propongamos la moraleja, pues al cabo la vida es una obra de contrastes: en la tierra mística del sol naciente, una pasión luminosa –anidada en el alma de una niña nipona– coincidió en lugar y tiempo con la libido oscura de un marinero errante. La azarosa conjunción desplegó una paradoja alterna en el inexorable curso de la galaxia, y dio vida a la obra de arte –hermosa en su contraste, e inatacable en su dialéctica– destinada a lucir perennemente sobre la plataforma órfica, en las empinadas regiones del firmamento.
La temporada de ópera en el Melico Salazar
Como la producción anual de la Compañía Lírica Nacional, Madama Butterfly se presentará en el Teatro Popular Melico Salazar el viernes 26 de julio, a las 7:30 p. m.; el domingo 28 de julio, a las 5 p. m.; martes 30 de julio, a las 7:30 p. m.; el jueves 1.° de agosto, a las 7:30 p. m. y el domingo 4 de agosto, a las 5 p. m. Todas las funciones se realizan en el Teatro Popular Melico Salazar
Los roles principales de esta ópera estarán a cargo de la soprano costarricense Gloriela Villalobos como Cio-Cio-San, el tenor mexicano José Luis Ordoñez en el papel de Pinkerton y el barítono mexicano Tomás Castellanos; además, habrá un elenco de cantantes costarricenses para el resto de roles. Participará la Orquesta Sinfónica Nacional de Costa Rica y 24 cantantes del Coro Sinfónico Nacional.
Los precios de los boletos son ¢25.000 en luneta; ¢20.000 en palcos primer piso y balcón segundo piso, ¢15.000 en palcos segundo piso y balcón tercer piso, ¢10.000 en palco tercer piso y ¢7.000 en galería. Están a la venta en Special Ticket, puntos de venta autorizados y en el centro de llamadas 4000-1090. Habrá un 20% de descuento para ciudadanos de oro y estudiantes con carné en ventanillas y puntos de venta, que no aplica para las entradas de galería ni en compras en el sitio web.