Mediaba la década de 1870 y en San José eran varios los ancianos, inválidos y enfermos crónicos abandonados por sus familiares. Por esa razón, el padre Carlos María Ulloa Pérez (1833-1903) invitó a variasdamas de la ciudad para que le asistieran en la tarea de brindar la caridad que imploraban aquellos menesterosos.
De aquel comprometido núcleo, salió la Sociedad de Señoras de la Caridad de San Vicente de Paúl, fundada también por Ulloa. Fue esa sociedad, a su vez, la que facilitó una casa situada al costado norte del Sagrario de la Catedral Metropolitana.
En ese inmueble inicio actividades el llamado ‘Asilo de Ancianos, Mendigos e Inválidos’ de San José,en 1877; pero en poco tiempo fue tan grande la demanda de sus servicios, que en diciembre de 1878 el Gobierno autorizó oficialmente su fundación.
Construyendo el hospicio
Según el artículo primero del Decreto Ejecutivo: “Se establece en la ciudad de San José un Hospicio bajo la inspección inmediata de las señoras y señoritas, con el objetivo de proveer a la subsistencia y curación de los ancianos, impedidos o enfermos de una manera crónica, pobres y verdaderamente necesitados”.
Esa misma disposición lo denominaba ‘Hospicio de Incurables’, nombraba su Junta Directiva, dictaba los estatutos que regirían su funcionamiento y, para “proveer de localidad y medios” a la nueva institución, creaba también la Sociedad del Hospicio.

Casi quince después, en marzo de 1893, don Mauro Fernández Acuña propuso a la Asamblea General de Accionistas autorizar a la Junta Directiva para elaborar los planos constructivos del nuevo hospicio. Con ese fin, al mes siguiente se adquirió un terreno de casi 9 manzanas ubicado en el entonces recién creado Cantón de Goicochea; apenas pasado el río Torres, al noreste de la ciudad.
Así, el 24 de mayo de 1896, con la presencia del presidente de la República, miembros del gabinete, sus principales benefactores y una multitud josefinos, se inauguraron los tres primeros departamentos del Hospicio de Incurables.
Año y medio más tarde, el 6 de octubre de 1897, en una crónica titulada “Una visita al Asilo de Pobres”, el Diario de Costa Ricadescribía así el lugar: “El edificio, todo, es hecho sobre planos y bajo la dirección del inteligente arquitecto señor [August] Fla Chebba (…). Está construido con admirable solidez y ajustado a las reglas de las más estricta higiene”.
“Pabellones aislados, mediando entre uno y otro un pequeño jardín. Las esquinas tienen destruidos los ángulos rectos y, si no se han fabricado los techos en forma de bóveda es por lo mucho que cuestan. En los pabellones que faltan se seguirá esta regla. (…)”.
“Después y por último visitamos la capilla en construcción. Es una joya, puede (…) decirse que nada igual habrá en Centro América. Abunda en ella la piedra de granito, traída de una mina que en su terreno tiene el establecimiento, haciéndose notar, sobre todo, dos bloques que hacen de pedestales y dos columnas de una sola pieza que hay en la portada”.
En efecto, en julio de 1896, se le había encomendado al presidente de la Junta Directiva emprender esa obra; cuyo financiamiento fue posible, sobre todo, al sorteo de dos acciones del Banco de Costa Rica donadas por don Jaime G. Bennett, gran benefactor del Hospicio.

La capilla del asilo
Como el resto de las obras, las de la capilla fueron dirigidas por el ingeniero Leon Tessier, director de Obras Públicas y superior de Fla Chebba; razón por la que suele atribuírsele su diseño.
Sin embargo, el pequeño templo –centro espiritual del asilo y su más notable edificio– también es obra de Fla Chebba, técnico francés aquí reputado de arquitecto por razones de inopia; y cuyas obras se caracterizaban por una estética ecléctica muy cercana a lo neoclásico, como en este caso.
Se trata de un edificio de planta rectangular y una sola nave de cielo abovedado, rematada por un ábside que alberga el presbiterio. Este, ligeramente elevado por una grada de mármol, está separado de la nave por una reja de ornamento; y posee al fondo un nicho que cobija la imagen de Cristo crucificado.
Exteriormente, en correspondencia con las pilastras interiores, posee el edificio una serie de contrafuertes que le brindarían un aire medieval, si no fuera por el clasicismo del frontis. Apenas adelantado, este posee dos pilastras dóricas que enmarcan la puerta de arco de medio punto; al tiempo que sostienen el entablamento y una pequeña balaustrada que originalmente daba paso a la torreta del campanario.
Muy similar a la de la iglesia de San Juan de Tibás –obra ligeramente anterior de Fla Chebba–, dicha torreta era de planta cuadrada y lucía en el frente un reloj enmarcado por una buhardilla neo-barroca; y su cubierta acupulada a cuatro aguas estaba rodeada de una crestería metálica, igual que la cruz que la coronaba. La cubierta del volumen, a su vez, estaba construida a dos aguas con hierro galvanizado y rematada por una crestería continua.
Para construir el templete, se utilizó la piedra de andecita tallada, tanto en los zócalos como en las pilastras que hacen de contrafuertes y ritman las ventanas de arco de medio punto, cuyos marcos labrados son de andecita también. El resto de la estructura es de ladrillo de barro mampuesto, repellada con una mezcla de cal, arena y cemento.
Muchos de los materiales de construcción, tales como el hierro para techo, el cemento, la pintura y posiblemente los mosaicos del piso, fueron importados de Inglaterra; como lo fueron también los coloridos vitrales de diseño geométrico colocados en las ventanas. Por último, aprovechando que casi se finalizaba el Teatro Nacional, se contrató para decorarla al pintor italiano Paolo Serra (1860-1900), que participaba en aquella obra.

Decorando el santuario de Incurables
Por esa razón, en su ensayo sobre el Coliseo, dice Alfonso Ulloa Zamora sobre ese detalle tan poco conocido por los costarricenses: “Vale la pena de verdad, subir la Cuesta de Incurables para ir a rezarle a Dios; porque las oraciones, si son sinceras, reclaman un recinto adecuado estéticamente”.
Al referirse a dicha decoración, propia del Renacimiento temprano, anota la ya citada crónica de 1897: “El interior es primoroso – (…). Dos medallones laterales hay concluidos y dos por concluirse de los del techo: son los primeros dos cabecitas de ángel surgiendo de sus blancas alitas abiertas, que semejan como un gran abanico (…).
“¡Qué candor, que frescura, qué vida, qué reflejo celeste hay en aquellos enjambres de cabecitas! En un óvalo que habrá en el medio de la techumbre, el pintor colocará a Dios Padre, en primera persona, (…); y en el abovedado del altar mayor una alegoría de la Santa Eucaristía.
“No vacilamos en decir, que esas obras serán un gran reclamo para Serra en lo que se refiere a pintura mística, estilo que no era conocido en el país. Al hablar de esta linda capilla no puede olvidarse el nombre del benefactor Jaime Bennett, pues casi en un total, a su generosidad se debe esa linda obra de arte.
El pequeño santuario fue bendecido el sábado 19 de noviembre de 1898 y al día siguiente se celebró la primera misa. Como anotó entonces el Eco Católico: “en recuerdo de la bendición de la hermosísima capilla, el señor Bennett regaló a cada enfermo un peso… y además prometió proveerla de todo lo que todavía hacía falta, como altar, ornamentos, bancas, harmonio, etc.”
No obstante, con el tiempo la capilla del Asilo Carlos María Ulloa –como se llama desde 1943, en merecido homenaje a su fundador–, sufrió dos lamentables pérdidas. Primero cerraron el elegante acceso frontal que originalmente comunicaba su atrio con la acera; con lo que se cercenó la integralidad de su diseño.
Luego –por razones que hoy se nos escapan– eliminaron la torreta del campanario para sustituirla por un inocuo paramento a modo de espadaña, que le no le brinda la verticalidad original, aunque alberga igualmente un reloj y es rematado por la cruz metálica original.
Pese a ello, y a estar arrinconado entre el tráfico metropolitano y la indiferencia josefina, ese santuario a la caridad urbana conserva casi intacto su valor histórico y arquitectónico.