Aquella mañana en que José Figueres Ferrer anunció la abolición del ejército, la noticia causó asombro y dudas entre los presentes –especialmente en el cuerpo diplomático– reunidos en los jardines del Cuartel Bellavista, hoy Museo Nacional.
Parecía una utopía, un pequeño país poniendo fin al ejército en el área de influencia de una superpotencia, donde todos los países se armaban.
¿Era posible prescindir del brazo armado del Estado cuando recién había concluido el conflicto bélico entre los costarricenses?
¿En qué se basaba el presidente de la Junta Fundadora de la Segunda República para hacer dicho anuncio?
¿Existiría alguna agenda oculta detrás de las palabras del gobernante? ¿De qué manera se percibía la noticia entre los extranjeros que se integraron a la lucha armada?
¿Cómo iba a enfrentar y resolver el Estado costarricense los problemas inherentes a la defensa del territorio y de su soberanía?
La noticia publicada en la prensa recorrió el mundo y los costarricenses hasta hoy defienden la opción constitucional del desarme, pues estiman que refleja fielmente la vocación de paz de su pueblo, el carácter civilista y antimilitarista de sus habitantes.
Fue una decisión controversial en el clima belicista de la Guerra Fría y del correspondiente rediseño de la geopolítica norteamericana; fenómenos que dieron como resultado una América Latina envuelta en una marejada de creciente militarización en un mundo bipolar.
Sin casta militar
No es de extrañar por eso que, en cierta ocasión, cuando Fernando Volio era representante del país en la Organización de Naciones Unidas (ONU), al dar a conocer la experiencia costarricense como una efectiva contribución a la paz, en vez de elogios, escuchó observaciones orientadas a señalar que un país sin ejército, carece de dignidad, no merece el respeto de la comunidad internacional, toda vez que se estaría en presencia de algo así, como un sub-Estado, menos que un mini-Estado.
Este cuestionamiento al carácter soberano del Estado costarricense no se profundizó porque en círculos internacionales existía la sospecha de que la proscripción de la institución castrense no era real; incluso se sostenía que había un ejército camuflado detrás del cuerpo policial. Los costarricenses en general, y sobre todo los que contaban con alguna formación militar, sí estaban claros, un ejército como institución permanente, con un espíritu de cuerpo, no existía desde antes de la abolición.
Lo máximo recordaban la Unidad Móvil, creada por los norteamericanos a inicios de la década de 1940, al amparo de lo observado por una misión militar, que analizó las condiciones en que subsistía el viejo ejército, otrora victorioso y totalmente desprestigiado después de la dictadura de los hermanos Tinoco y de la fracasada guerra de 1921.
Las contradicciones y la heterogeneidad en la formación de las fuerzas armadas que lucharon al lado del Gobierno salieron a relucir cuando estalló el enfrentamiento armado en marzo de 1948. No había un mando común, salvo la Unidad Móvil.
El ejército de Liberación Nacional, liderado por José Figueres, logró aglutinar una fuerza con soldados bien entrenados, muchos de ellos extranjeros con experiencia y, además, con un plan previo: colaborar en lo inmediato en el derrocamiento del gobierno caldero-comunista y continuar la lucha armada para derrocar las dictaduras de Nicaragua y el Caribe.
Lo cierto es que cuando se opta por el desarme no había en el país una casta militar que reclamara fueros y otros derechos inherentes a los militares. Una cultura civilista desplazó poco a poco la militar; así se dejaron de hacer las misas de tropa y los desfiles de los acuartelados por las calles josefinas. Hasta hoy son los desfiles estudiantiles los encargados de conmemorar las fiestas patrias a todo lo ancho y largo del territorio.
Otras razones importantes
La abolición del ejército tuvo entre sus fundamentos ese poco apego a la cultura militar, así como los planes inmediatos de algunos de los protagonistas, como el coronel Edgar Cardona, ministro de Seguridad y jefe del Estado Mayor del ejército; él no estaba dispuesto a continuar los compromisos adquiridos por Figueres con los extranjeros y, por eso, su recomendación de disolver el ejército y reemplazarlo por una guardia civil formada bajo los cánones de los estadounidenses.
A José Figueres Ferrer lo sedujo la idea de Cardona de abolir el ejército porque le permitía: afianzarse en el poder, consolidar los proyectos en torno a la Segunda República y cumplir con el interés geoestratégico de Estados Unidos de mantener la estabilidad en las inmediaciones del Canal de Panamá.
Era, a la vez, una medida oportuna y estratégica para romper el compromiso con los extranjeros. Claro, el incumplimiento tendría su costo político y económico, pero, de alguna manera, se podía negociar una salida.
El anuncio de la abolición aquel 1.° de diciembre de 1948 fue un acto deliberadamente cargado de simbolismo, cuando el gobernante, mazo en mano, da de golpes a la pared del Cuartel Bellavista y esta cede sin mayor resistencia. ¿Cómo lo logra? Es un episodio que la primera esposa del líder, doña Enrietta Boggs, narra en la novela, Casada con una leyenda.
El acto estelar, los discursos y las fotos graban el evento que, con el paso del tiempo, se politiza en torno a la figura de Figueres y olvida a otros actores y las circunstancias que median en torno a él.
Lo oculto y lo que pasó
¿Cuál fue la agenda oculta que no se comentó a la concurrencia ese día, pero que era un rumor conocido por muchos? Nada menos y nada más: los planes de una invasión al territorio nacional, fraguada por Rafael Ángel Calderón Guardia, el candidato, supuestamente perdedor, de los comicios electorales.
El apoyo interno con que podía contar la invasión y el respaldo de la Guardia Nacional de Nicaragua generaban gran tensión y facilitaban el atropello a las libertades ciudadanas de los llamados caldero-comunistas.
No era posible invadir a un país desarmado. Esta era una carta que coincidía con los propósitos del Tratado de Asistencia Recíproca (TIAR). Cuando la invasión se produce 10 días después, las acciones del gobierno se orientaron en dos sentidos, aunque parezca contradictorio: primero se hace uso de los recursos diplomáticos y se solicita la intervención de la Organización de Estados Americanos (OEA) y, segundo, se da la orden de movilizar el ejército hacia la zona fronteriza y este se desplaza.
La invasión se detuvo y, meses después, el ejército vuelve a los cuarteles. Fue una partida de ajedrez inusual.
Los resultados de la investigación de los observadores de la Organización de Estados Americanos no fueron del todo favorables al gobierno de facto instalado en el país. El balance determinó que, ciertamente, con apoyo del gobierno nicaragüense se había perpetrado la invasión, pero también detalló que en Costa Rica había grupos interesados en desestabilizar al gobierno del país vecino.
Lo valioso de ese proceso consistió en que se llegara a la firma de un acuerdo de paz entre los dos estados y que los mecanismos del Sistema Interamericano, puestos a prueba, se consolidaran como un recurso disponible en momentos críticos.
Paralelo al proceso de la invasión, se desarrollaba otro y era el desempeñado por los integrantes de la Asamblea Constituyente, que trabajaban afanosamente para restaurar el orden constitucional y sellar los fundamentos legales de la democracia desarmada. Hubo consenso en incorporar el artículo 12 en la Constitución del 7 de noviembre de 1949. Este reafirmó la proscripción del ejército como institución permanente.
En lo sucesivo, frente a las amenazas externas a la seguridad y a la soberanía, el país contaría con la Guardia Civil, organizada en abril de 1949, después del intento de cuartelazo dado por un grupo de militares y, además, tendría a su disposición diversos recursos del derecho internacional.
Se cerraba así ese capítulo de la historia que hoy, a 75 años de haberse consolidado constitucionalmente, pocos recuerdan y otros del todo no conocen.
Nota del editor: Este artículo se publicó en La Nación, originalmente, el 8 de abril 2018.