
Antes de abrir la puerta de la habitación 606 del hotel Del Prado, donde estaba alojado en Madrid, me quité la ropa que llevaba puesta y me despeiné a propósito. Fue el martes 4 de noviembre de 1975, a eso del mediodía.
El redoble de tres golpes secos, autoritarios y repetidos en la puerta me había puesto en alerta. Interrumpí la transcripción que estaba haciendo de una entrevista con Enrique Tierno Galván, uno de los más respetados opositores de Francisco Franco Bahamonde, el sempiterno jefe de Estado de España.
Tras casi cuatro décadas en el poder y a pocas semanas de cumplir 83 años de edad, Franco había sido operado de urgencia la noche anterior en un quirófano improvisado en su residencia de El Pardo, ubicada a unos 15 kilómetros al norte de la capital española.
La operación del “caudillo” duró cuatro horas y media. Yo había pasado la noche en vela. Esperaba el anuncio de un desenlace fatal para terminar una crónica contextualizada y enviarla a la cadena de diarios El Sol de México. La diferencia de siete horas entre México y España trabajaba a mi favor.
Pero Franco, a quien no le temblaba el pulso para firmar sentencias de muerte, parecía no querer aceptar la suya y menos aún su séquito familiar y político. Sobrevivió unas pocas semanas más, sostenido por una multitud de doctores y una panoplia de dispositivos médicos, que culminó en una verdadera “carnicería quirúrgica”.
El director del diario mexicano, Benjamín Wong, me había enviado a cubrir la evolución de la salud de Franco y la crisis política de España, inflamada una vez más por el fusilamiento de cinco separatistas vascos, ordenado por Franco el 27 de septiembre y generador de indignación mundial.

Desnudo
Me quité la ropa y me despeiné aquel 4 de noviembre de 1975 antes de abrir la puerta a la policía política porque había leído el truco en una novela de misterio cuando estudiaba periodismo en Bélgica.
— Toc, toc, toc.
Los golpes en la puerta me anunciaron lo que presentía, que mi misión periodística llegaba a su fin. Tenía que fingir que acababa de despertarme.
El desconcierto de los dos oficiales de la Brigada de Extranjería fue evidente.
“Tenemos una orden de arresto”, dijo el más joven, desviando la mirada.
“Comprendo”, le respondí. “Pero tengo que bañarme, vestirme y recoger algunas cosas primero. “¿Para dónde me llevan, si se puede saber?
“Cállese, báñese si quiere y recoja sus cosas, pero antes deme la llave del cuarto”, dijo el otro oficial, acercándose, con un tono de voz curtida por el oficio.
“Tiene cinco minutos”. Su aliento era una mezcla de ajo y del típico “carajillo”, café expreso bautizado con algún licor.
Los policías cerraron la puerta y le pasaron llave, pero se quedaron afuera. Frenético, hice correr el agua de la ducha para que creyeran que estaba bañándome.

Dentro de la habitación, Bárbara M., mi compañera estadounidense de entonces, ya sabía cómo íbamos a proceder. Ella había llegado de México hacía pocos días para celebrar juntos su 31 cumpleaños el 2 de noviembre.
Procedimos pues a romper mis libretas de apuntes y tarjetas con nombres, direcciones y teléfonos de antifranquistas en París y Madrid, las echamos en el excusado y metimos en el tanque trasero un par de cintas de mis grabaciones. Una tercera cinta la tiré encima de un armario.
Bárbara, con quien los agentes no se metieron en razón de su nacionalidad, debía irse al aeropuerto de Barajas con dos boletos abiertos de Air France, para un posible vuelo esa misma noche con destino a París. Con suerte, yo llegaría después que ella, aunque no estaba seguro de que los policías me dejarían ir ese día con todos mis dientes en su lugar.
Me mojé el pelo, recogí mi pequeña maleta, respiré profundamente y exclamé, para que me oyeran del otro lado de la puerta:
“Estoy listo, señores”
Habían pasado cuatro minutos y medio.

México
Ingresé a España a fines de setiembre con un colega peruano, Francisco Igartúa, quien firmaba como Luis Navarro y tenía muchos contactos en la oposición clandestina al franquismo. Me sentía amparado por mi pasaporte costarricense, y me movía entre Madrid, París y Barcelona. Llevaba también un carné de La Nación que Guido Fernández, director de este diario en aquella época, me había facilitado “por si las moscas”.
Desde el baño de sangre que caracterizó la Guerra Civil y el triunfo de Franco en 1939, México y España no tenían relaciones diplomáticas al más alto nivel, pero en 1975 las consulares, las comerciales y las culturales iban viento en popa.
Sin embargo, tras el fusilamiento de los cinco vascos (a pesar de los pedidos de clemencia del papa Paulo VI), el presidente de México, Luis Echeverría Álvarez, ordenó la ruptura total con España y pidió su expulsión de la Organización de las Naciones Unidas.
Fiel a sus principios, en 1975 México seguía reconociendo a la República como la legítima representante de España, aunque era una entelequia política y diplomática, y así se mantuvo hasta la reconciliación entre ambas naciones, dos años después de la muerte de Franco.

Vigilado
Para los periodistas mexicanos, el enfrentamiento entre su país y España suponía un gran obstáculo para entrar al país. Un pasaporte peruano y otro costarricense nos facilitaban las cosas a Igartúa y a mí. Al menos eso creía yo hasta que me di cuenta de que los esbirros de Franco tenían mucha experiencia en vigilar y seguir a los periodistas, españoles o extranjeros, intimidarlos y, en algunos casos, golpearlos, como había ocurrido recientemente con un venezolano a quien le fracturaron un brazo. Se estima que en esos momentos España tenía unos 1800 presos políticos en diversas cárceles.
Escribir para un diario mexicano era un riesgo en sí mismo pero había algo adicional. A las autoridades españolas les desagradaba acreditar a los periodistas extranjeros, lo cual dificultaba aún más la tarea.
Aunque muchas personas lo han olvidado o no lo saben, Franco impuso sus designios sobre España a sangre y fuego: torturas y fusilamientos estuvieron a la orden del día durante su régimen y hasta poco antes de morir. De inspiración fascista, coqueteó con Hitler y compañía durante la Segunda Guerra Mundial, pero después negoció entendimientos con Estados Unidos.
Hubo muchas víctimas dolorosas en La Guerra Civil como la del excelso poeta Federico García Lorca, pero se cuentan por decenas de millares los torturados y fusilados. Paul Preston, prestigioso historiador británico y biógrafo de Franco, llama a ese período el “holocausto español”. Sin contar la pavorosa hambruna que se prolongó hasta principios de los años 50.

Sale un fotógrafo
En el hotel Del Prado donde me arrestaron se alojaba también el editor de fotografía de The Associated Press (AP), la agencia norteamericana de noticias en la cual yo había trabajado en Nueva York durante tres años, como traductor y editor para América Latina.
Como El Sol de México era un cliente de primera clase de AP, la oficina en Madrid me facilitaba escribir y transmitir desde allí. Lo que yo no sabía era que ahí trabajaba también un “chivato” español, es decir un informador de la policía.
En el momento en que los agentes me sacaban del hotel el fotógrafo salía de su habitación y se dio cuenta del arresto, pero no portaba su Nikon F2, una de las cámaras favoritas de los fotógrafos de la AP.
No recuerdo su nombre pero días antes el editor me había pedido que posara leyendo una revista (Actualidad) para ilustrar un artículo sobre el interés de los españoles en las informaciones sobre la tensa situación que vivía el país.
“Pero yo no soy español”, le dije.
“No importa” contestó, y disparó esa vez su cámara mientras yo ojeaba la revista.
Esa foto, pasando por español, llegó a las redacciones de La Nación y de La República el 29 de octubre de 1975 y sirvió para ilustrar también la nota de mi detención que difundió la AP, publicada en la primera plana de La Nación el 5 de noviembre de ese año.
El fotógrafo avisó inmediatamente de mi arresto a Julie Flint, una inglesa corresponsal de la AP en Madrid, quien redactó un despacho sobre el caso. También alertó a las embajadas de Costa Rica y Estados Unidos, lo que quizás, y solo quizás, impidió que me remitieran a la temida cárcel madrileña de Carabanchel.

Sabor a infarto
Me arrestaron dos hombres en civil: uno rondaba la cincuentena, llevaba bigotito recortado y vestía un suéter cuello de tortuga; el otro, de unos 30, de corbata, lentes y falso aspecto intelectual. En la mano izquierda la insignia de la Brigada de Extranjería, especie de policía política; la mano derecha muy cerca de una pistola “Star”, de fabricación española pese al nombre.
En ese momento sé que comparto algo con decenas de periodistas extranjeros, centenas de periodistas españoles, miles de prisioneros políticos y millones de españoles: el miedo. Me vino a la mente el decir del director de una revista política española: “Cada mañana me levanto con un sabor a infarto en la boca”.

Los dos hombres no me dieron la razón para detenerme, pero yo ya intuía que venía “de arriba”, de la Comisaría General de Fronteras, supeditada a la Dirección General de Seguridad, la cual trabajaba muy estrechamente con el ministerio de Información y Turismo.
“Se les ordena arrestar al Señor Gerardo Bolaños y expulsarlo fuera del país, por informar tendenciosamente acerca del Jefe de Estado y del Príncipe de España” dice el oficio de instrucciones a Pedro (el mayor de los policías) y Arrabal (el más joven). Lo pude leer en un descuido de mi largo interrogatorio en la Jefatura Superior de Policía de la Brigada de Extranjería, calle Leganitos, número 19.
Cualquier cosa que haya podido informar sobre el régimen parece quedar confirmada en aquel instante. Que era represivo, autocrático, y lo que sucedía en ese instante se derivaba naturalmente del caudillo de la represión.
“¿Lo encerramos o lo expulsamos esta misma noche?”, pregunta por teléfono a su superior uno de los dos policías. La frase todavía me estremece.

El culto a Franco
Todo me recordaba a Franco. Su retrato, que presidía la oficina donde se decidía mi suerte. Un boletín oficial, con su firma en un decreto sobre el Sahara, del 30 de septiembre, colocado en un escritorio. Los sellos postales con su efigie, que uno de los secretarios de la Jefatura ensalivaba por detrás antes de pegarlos a una carta.
El culto a Franco era evidente desde mis años juveniles en un colegio católico español en Costa Rica. Su foto “engalanaba” las aulas y cantábamos la letra del himno nacional favorita del franquismo (después abandonada), escrita por el poeta José María Pemán en tiempos de la dictadura de Primo de Rivera. Actualmente el himno no tiene texto, es solo música. Por eso los integrantes de la selección de fútbol de España no abren la boca cuando se toca el himno antes de los partidos internacionales.
Durante casi 40 años de dictadura, Franco fue considerado como un mesías militar, como un redentor en olor de santidad. Había calles con su nombre, estatuas, bustos, libros, estampas y estampillas, monedas y billetes.
Al igual que en mi colegio, en España su imagen presidía aulas, oficinas y establecimientos públicos.
En ese momento en Leganitos 19, asfixiado por la incertidumbre, pensando en la nota periodística que me iba a perder, también recordé un pasaje de La muerte de Artemio Cruz, del escritor mexicano Carlos Fuentes:
“Hasta en su lecho de muerte tenía que hacer trampa”.

Los confianzudos
Los inspectores entran en sospechosa confianza conmigo: “Estamos acostumbrados a expulsar periodistas. Y más expulsaríamos si interviniéramos más télex”.
El télex, hace 50 años, era un complejo sistema de transmisión y recepción de noticias por medio de una red de líneas telefónicas que accionaban un teletipo, aparato parecido a una máquina de escribir. En ese momento me di cuenta de que la policía leía mis despachos aun antes que mi periódico.
“Pili, oye, tardaré en llegar”. Pedro, el mayor, telefonea a su mujer. “Ya sabes…”
Seis horas han pasado y nadie parece capaz de tomar una decisión para poner fin a la cadena de acontecimientos desde que la Policía de Fronteras hizo la llamada 1089 a la Brigada de Extranjería confirmando la expulsión de este periodista.
Finalmente el jefe llega. Su nombre es un poema: José Muro. Lleva sombrero. Después me entero de que no viene de la calle sino del baño.
“Han quitado la calefacción y para hacer sus necesidades necesita llevar puesto el sombrero”, me confía Arrabal despreocupadamente.
Por 50 mil pesetas, salario promedio de los inspectores políticos hace medio siglo, orinar con el sombrero puesto era el menor de los inconvenientes.
“El jefe está furioso con usted” me dice Pedro, mientras Arrabal escribe a máquina el oficio que me permitiría salir del país. No es una decisión tomada, es simplemente adelantar trabajo.

Los visitantes
La visita de los dos agentes de la Brigada en el hotel del Prado no fue la primera desde que el 21 de octubre se corrió la voz de que Franco estaba a las puertas de la muerte. Dos policías me habían sometido a un primer interrogatorio la semana anterior al arresto.
Altaneros y poco inteligentes, el ministerio de Información les envió para obtener detalles que no podían exigirme en los formularios que había que llenar para conseguir la acreditación oficial como corresponsal.
Dos días después vino a la carga un cubano, nacionalizado dominicano, que se presentó como corresponsal extranjero. Sus preguntas eran más de orden político que profesional. Rápidamente me doy cuenta de que es un soplón. Sus preguntas me indicaron que se creía experto en acentos latinoamericanos.
“Cada vez que hay un periodista en el hotel, los recepcionistas me echan un telefonazo. Es un método alemán. Y los alemanes han inventado muchas cosas buenas”, dijo el tipo.
En el ministerio de Información una carpeta de color café llevaba mi nombre y la inscripción: “Ojo cuando venga”.
“Que le andan buscando por todo Madrid”, me dijo una oficinista, que aprovecha para despacharse contra la prensa extranjera en su oficina de la Calle del Generalísimo.
“Ya lo sé, señora, esta mañana he hablado con sus enviados”, le respondo sin inmutarme.
Luego toma el teléfono durante tres minutos y al final la escucho decir: “Nos ocuparemos de este tío”.
Aunque me prometió avisarme de cuando estarían listas mis credenciales para seguir informando, (por precaución no lo había hecho antes), pensé:
“La suerte está echada, vienen por mí”.

En barajas
En el aeropuerto Barajas de Madrid hace calor. Pero el escolta mayor no se atreve a quitarse el saco.
“Tengo miedo de que un policía armado me vea la pistola y yo no tenga tiempo de identificarme”, comenta ante el insulso café que tuve que pagarles de mi bolsillo.
Hay guardas con largas ametralladoras negras en las cercanías. ¿Será alguno de los guardias un voluntario de las cinco ejecuciones del 27 de septiembre?
Expulsar a un periodista del lugar donde está la noticia es, a su manera, una ejecución. Los agentes son los testigos y los verdugos del proceso. Me siguen a todas partes en Barajas y, en su deseo por acabar pronto, este pasajero ha tenido prioridad en todos los controles, hasta el túnel que da al avión.
Por lo menos tengo todos los dientes…y un montón de apuntes mentales.
Entra Eligio García Márquez
Lo primero que hice al llegar a París fue enviar a El Sol de México por medio de la AP el reportaje de mi arresto que había redactado a mano en el avión.
Alojados ya Bárbara y yo en un pequeño hotel parisino, cerca de la medianoche tocaron fuertemente a la puerta de la habitación. Abrí, (vestido esta vez) y algo agotado. Esperaba ver a un par de típicos gendarmes o agentes secretos malencarados oliendo fuertemente a tabaco, pero era un joven de baja estatura con un aire de tristeza que se presentó como Eligio García Márquez.
No lo conocía personalmente pero sabía que su famoso hermano, quien era articulista ocasional de El Sol de México, había mediado para que Eligio fuera nombrado corresponsal del diario en París. Benjamín Wong, el director del diario, contactó a Eligio para que constatara que no me habían quebrado ningún hueso en España.
Eligio García, quien falleció en 2001 a los 53 años de edad, se quitó el Márquez, su segundo apellido, para hacer una discreta carrera periodística y literaria en la que buscó, entre otras cosas, ahondar con conocimiento de causa en el entramado de las obras de su famoso hermano, pero ocultando de cierta manera su hermandad.
“Yo soy el último de los Buendía”, decía, en referencia a la familia que constituye la línea central de Cien años de soledad. Llegó a ser un buen cuentista pero el Nobel de Literatura de 1982 ya había hecho mesa gallega con el reino de Macondo.
La muerte
Quince días después, el jueves 20 de noviembre, mientras cubría en México la campaña electoral del futuro presidente, José López Portillo, me avisaron de la muerte de Franco.
Aquejado de varias dolencias, había contraído una fuerte gripe el friolento 1º. de octubre en una manifestación de apoyo popular en reacción al repudio internacional por la matanza de los vascos. El acto fue organizado por el Movimiento Nacional, la agrupación heredera de la Falange que controlaba la vida política de España.
El 12 de octubre, el “generalísimo” (se dice que fue con 33 años el general de división europeo más joven) se sintió mal y sufrió una ligera crisis cardíaca. De ahí en adelante su salud fue en picada hasta el inevitable desenlace en el hospital de La Paz, acompañado de una famosa reliquia que le obsesionaba en vida: la mano izquierda “incorrupta” del cadáver de santa Teresa de Jesús (1515-1582), engastada en un relicario de plata, y un manto de la Virgen del Pilar.
El parte oficial señaló como causa de la muerte un shock provocado por un letal coctel de problemas médicos: peritonitis bacteriana aguda, fallo renal, bronconeumonía, úlceras intestinales, tromboflebitis, enfermedad de Parkinson y paro cardiaco.
Franco fue enterrado bajo una lápida de mármol de 1500 kilogramos de peso el 23 de noviembre de 1975 en el polémico Valle de los Caídos, del que fue exhumado y después reenterrado, el 24 de noviembre del 2019, en el cementerio de Mingorrubio, en el barrio madrileño de El Pardo.
“Víctimas y verdugo dejaron de compartir espacio”, escribió tajantemente una periodista española que cubrió el debatido traslado de los restos del dictador, cuya larga mano represora llegó hasta mí antes de su último aliento.
Cincuenta años después, me siento como el último periodista deportado en los estertores de franco y del franquismo.