1
Me dice que una familia de gringos llegó hace como cuarenta años, compró una propiedad enorme y luego los descendientes construyeron un chante de glampingy un restaurante. Su compañero, de pronto, interviene y agrega que no eran gringos, sino europeos: holandeses, italianos, alemanes.
Algo así.
Ella, Paula, puntualiza que de por sí da igual, que todos son gringos.
Ambos ríen.
Yo, también, río.
Paula me dice que los dueños de esa propiedad modificaron el nombre de la playa y que se hizo un burumbún en la comunidad. Yo le cuento que un lanchero, el día anterior, me mencionó lo mismo. Y agrego: “Me dijo que lo cambiaron porque les parecía un nombre muy feo y que los maes ignoraron que se llama así porque no hay olas, porque es como un mar muerto”.
Paula asiente y dice que fue una estupidez de márquetin, que ahí nadie se murió nunca.
Playa Muertos está en Bahía Culebra. Y, desde hace un tiempo, en Google Mapsse llama como los gringos de la propiedad y los operadores turísticos quieren que se llame: “Playa Vivos”.

Alguien podría colegir que se trata de algo parecido a lo que pasó con el Golfo de México. Sin embargo, los gringos de los que habla Paula, en realidad, son ticos.
Tan ticos como ella y como yo.
Son nietos o hijos de un gringo. Sí. Pero nacieron acá. Y en Costa Rica, hasta el momento, la nacionalidad se confiere por nacimiento.
Ese, quizás, es el problema de las instantáneas del repudio: se ponen en entredicho fácilmente tan pronto como empezamos a hurgar.
Por un lado, aparece esta sucesión de reclamos:
Que no, que hay un asunto de asimetrías, que el disco de Bad Bunny, que la gentrificación, que las grandes inversiones y el arribo de extranjeros a las comunidades introduce factores inflacionarios y desplazamiento de las comunidades autóctonas.
Y por el otro, esta:
Que de por sí todos descendemos de inmigrantes, que así empezaron los nazis, que los reclamos contra la inversión extranjera entrañan un componente xenofóbico, que los nacionalismos son peligrosos.
Todas son consideraciones ciertas en un sentido capilar. Son verdades epidérmicas. Pero, al igual que en el poema de César Vallejo, después se vuelven espuma.

2
Las personas con las que converso en la península usan una cifra temporal que designa aquel momento en que todo empezó a cambiar: “Hace como cuarenta años”.
Cuarenta es la medida del colapso. Se dijera que es casi un remanente bíblico: cuarenta como la métrica de lo decisivo. Los años en el desierto, las tentaciones y los rigores de Jesús, el número de la fe.
Paula me dice que ella creció en Malpaís. Pero ya no es lo que era cuando yo era chiquitilla—añade—: Por eso me fui y vine, primero, a Cóbano y después a Montezuma. Tiene apenas veinticinco años. Ignoro si la gente, por entonces, cuando ella nació, pensaba que Malpaís no era lo que fue. Ignoro si, como hoy, decían que todo empezó a podrirse hace como cuarenta años.
Estamos en el hotel donde Paula trabaja y, de repente, una gringa dulcemente escandalosa llega con una perrita con manchas. Le pido permiso para tomarle una foto y me cuenta que se trata de una perrita de Montezuma, que la adoptó hace un tiempo, que ahora viven en Canadá, que no habían regresado en varios años y que a la perrita le encanta la nieve. Me pregunta de dónde soy, respondo que de Cartago y la gringa, de nuevo, enfatiza su origen canadiense.
Ser canadiense, de cierto modo, es una forma diluida de ser gringo. Un escudo ético. Como ser gringo sin la carga ominosa de ser potencia. Como ser gringo sin gluten.
Otra gringa dulcemente escandalosa llega con más perritos. Me cuenta, en medio de arrebatos emotivos, que la perrita con manchas creció con ellos, con esos perritos, que fueron sus amigos, sus hermanos, que no se veían desde la pandemia.
La perrita con manchas se llama Giselle porque, al igual que la super modelo, tiene long legs. Eso me dice la gringa canadiense. Intuyo que se refiere a Giselle Bundchen, una super modelo que, por cierto, tiene (o tuvo) casa en Guanacaste y que, como nadie, tiene (o tuvo) unas muy long legs.
Por unos momentos, los coletazos de la perrita con manchas contienen toda la felicidad de la península. Las claves enteras de la longevidad, las zonas azules y toda la superchería de los nutricionistas quedan reducidas al trazo circular y al latigazo amistoso de una cola vibrante.
En Montezuma hablo con otra chica. Se llama Yendry. Su esposo es guía turístico. Ella, según me cuenta, es de San Carlos: Me casé y me vine para acá y ya llevo quince años. Su esposo es originario de Cóbano. De toda la vida. Una familia conocidísima.
Me cuenta que el gringo del que descienden quienes le cambiaron el nombre a Playa Muertos fue un científico muy notable. Me cuenta que él compró la propiedad, cómo no, hace unos cuarenta años y que la destinó exclusivamente para la conservación. Y, por último, me cuenta algo tremendo: según ella, el nombre original no se explica, como me dijeron Paula y el lanchero, por el hecho de que no haya olas, sino porque las corrientes marinas suelen depositar allí los cadáveres ahogados que provienen de los ríos y las playas vecinas.
Es más, me cuenta que su suegro le contó que hace mucho naufragó una embarcación de cabotaje que transportaba ganado y, al cabo de un tiempo, los despojos hinchados de una vaca terminaron insanamente rendidos en la arena de Playa Muertos.
Los pueblos, antes de contar, cantan. Algo así decía Germán Arciniegas. Yo agregaría que, antes de nombrar, cuentan. Quizás por eso, debajo de toda toponimia, hay siempre un relato que excede la verificación. En las Historia de tata Mundo, Fabián Dobles, por ejemplo, se refiere al origen de los nombres de las islas de Golfo. Dice que isla Bejuco surgió porque allí vivía un hermano laborioso, largo como un bejuco, que se casó con una mujer a quien llamaban, también, bejuco, la que, a su vez, parió tres o cuatro bejuquillos.
En otra isla, según dice, vivía un venado viudo, un venado solo, que huyó de Guanacaste cuando unos cazadores mataron a su familia: esa es, ni más ni menos, isla Venado. Y cuenta que la isla Caballo lleva ese nombre porque no es más que los restos que arrastró el caballo de Juanito Mora cuando intentaba regresar a nado hasta la costa.

3
Leo en los archivos de La Nación que el sábado 26 de octubre del 2013 fue hallado un cadáver descompuesto en Playa Muertos. La nota es una cosa mínima. Contenido típico de Sección de Sucesos. Salió, seguramente, solo en la versión digital. Y tras de eso, un sábado en la tarde.
Cosas tipo:
“Agentes del Organismo de Investigación Judicial, destacados en Cóbano, se trasladaron hasta el sector para realizar el levantamiento”.
Con cosas tipo:
“Versiones preliminares indican que a eso de las 7 a. m., un vecino de la localidad se encontraba en dicha playa, cuando observó el cuerpo del hombre a la orilla. De inmediato dio aviso a las autoridades”.
Pienso entonces que Yendry, a lo mejor, tenía razón.
4
Es la primera vez, según me cuentan, que llueve tanto en febrero. Ayer —menciona otro lanchero— llovió montones, por dicha a usted le hizo bonito tiempo.
Los esposos Biesanz fueron dos notables sociólogos gringos que anduvieron por nuestro país hace poco más de ochenta años. Escribieron un libro sobre el mundo de la vida de los ticos donde hablan de costumbres alimenticias, las relaciones entre las clases sociales, la religión y la democracia. Los esposos Biesanz sostienen que la gente en Costa Rica, cuando empiezan las lluvias, estima que todo se ha puesto triste.
El testimonio del lanchero, de cierta manera, pareciera confirmar eso: aún en las costas, aún en la Península de Nicoya, la lluvia termina siendo algo ominoso.
El viento bienhechor, súbitamente, se apoca. Se hace denso y pesado. Y desde cualquier parte aparecen nubarrones negros que luego amenazan con descargar su rencor.
Va a empezar a llover.
No existe nada tan absurdo como estar frente al mar y ver llover: un poco de agua dispersa sobre otro poco de agua tumultuosa.
Cecilia, la protagonista de la novela Manglar de Joaquín Gutiérrez, se vuelve melancólica cuando las lluvias llegan a Guanacaste. Los ríos se desbordan y se tragan casas, cosechas, puentes, animales y hombres. Y los rayos, por las noches, definen con un fulgor incierto y tenebroso el contorno de las lejanas serranías.
Gestionar la lluvia, aún en las costas, aún en la Península de Nicoya, aún en el Guanacaste de Cecilia, es como gestionar la muerte.
Porque nunca podremos llorar nuestra propia muerte.
Porque nunca podremos llorar bajo la lluvia.
