
Recuerdo estar sentado en la cafetería parisina Les Deux Magots, en St. Germain des Prés, entre dos estadías en Madrid. Su nombre se deriva de dos esculturillas chinas (magots) que presidían los salones del lugar, frecuentado en sus mejores épocas por surrealistas y otros intelectuales, entre ellos Camus, Picasso y hasta Hemingway.
Era ya octubre de 1975 y hacía mucho frío. Los dos activistas etarras que estaba entrevistando me habían pedido que por seguridad me sentara de espaldas a la puerta. Por la seguridad de ellos, se entiende…
Uno de los dos etarras, quien me hablaba acerca del deterioro de la salud de Francisco Franco y la situación política de España, volvió a ver hacia la calle:
“Ahí va Jean-Paul”, dijo.
El otro etarra levantó la mirada y corroboró:
“Sí, pero esa rubia que anda con él no es Simone”.
Alcancé a voltear y vi a un hombre bajito y canoso enfundado en un impermeable beige y lo reconocí vagamente.
Me disculpé con los dos vascos y caminé hasta alcanzar a la pareja. Le toqué el hombro derecho al hombre y al volverse hacia mí le pregunté en francés:
“Disculpe, ¿es usted Jean-Paul Sartre?”
“Sí, señor. Soy yo. ¿Y usted quién es?”
“Gerardo Bolaños. Soy periodista, de Costa Rica; trabajo para un diario mexicano y me gustaría entrevistarlo”.
Sorpresivamente, Sartre me extendió una tarjeta con su nombre y dirección y me dijo, con toda sencillez:
“Domingo a las 9 am en mi casa”.
Llegué puntualmente el domingo 19 de octubre de 1975 hasta el décimo piso de un condominio con olores de otoño en el barrio Montparnasse.

El filósofo y dramaturgo me recibió en pijamas bajo la bata de levantarse. Calzaba pantuflas mullidas que dejaban ver unos pies blanquísimos. Tenía los dedos de las manos teñidos de nicotina, los dientes en mal estado y el cuerpo casi exangüe, pero la mente parecía alerta como siempre.
La rubia que no era Simone se me acerca y me dice: “Está muy enfermo. Tiene 20 minutos para entrevistarlo”.
De 70 años en aquel momento, el pontífice del existencialismo no podía ver bien. Había perdido la vista del ojo derecho cuando era un niño de tres años y el ojo izquierdo estaba debilitado también. Ambos eran intensamente azules y cavernosos. La cara era redonda, casi imberbe, y el pelo escaso iba pegado al cráneo. Tenía el aire cansado de quienes han andado muchos caminos, “embarcado hasta la médula en la aventura de escribir”, como dijo una vez su compañera de vida, Simone de Beauvoir.
Sartre era sobrino, por el lado materno, del famoso médico Albert Schweitzer, quien recibió el premio Nobel de la Paz en 1952 por su labor humanitaria. Sartre rechazó el Nobel de Literatura en 1964, aduciendo que los premios le impedían concentrarse en su trabajo de escritor. Por esa misma razón personal rechazó también la Legión de Honor, la distinción más prestigiosa de Francia, establecida en 1802 por Napoleón Bonaparte, y se negó también a formar parte del renombrado Collège de France.
“Y si a alguien se le ocurre que me deben otorgar el premio Lenin, tampoco lo aceptaría”, dijo, en referencia al premio “de izquierda”.
Los días previos a la entrevista con Sartre fueron muy tensos, preparando preguntas que no revelaran en toda su extensión mi ignorancia sobre sus apabullantes obras. Había leído algunos de sus trabajos sobre la condición humana como la novela La nausée (La náusea) y su autobiografía Les mots (Las palabras), pero me intimidaba el peso de su pensamiento.

Lo bueno era que la opinión pública mundial, y especialmente la de México, giraba en torno a la crisis del régimen franquista ante la muerte inminente de su líder y el posible regreso a la monarquía del protegido de Franco, el príncipe de España, Juan Carlos de Borbón.
Desde el fin de la Guerra Civil, México se había convertido en país de asilo preferencial de los republicanos españoles, que beneficiaron con numerosos aportes intelectuales y artísticos a los países de acogida.
La salud del “generalísimo” entró en franco deterioro tras una manifestación organizada por el Movimiento Nacionalista el 1 de octubre, como respuesta al repudio que había causado el fusilamiento de los vascos.
Frágil y con voz apagada, Franco dijo en el acto que en España había “una conspiración masónica-izquierdista en la clase política, en contubernio con la subversión comunista-terrorista…”
El 30 de octubre, tras haber sufrido leves paros cardíacos, Franco cedió sus poderes a Juan Carlos de Borbón. Este fue el catalizador de la transición del franquismo a la democracia, gracias a una monarquía parlamentaria constitucional, antes de que se dedicara a la cacería de elefantes y de “amigas entrañables”, y a cuestionables transacciones financieras que lo llevaron a abdicar en el 2014 en favor de su hijo Felipe.
La cuestión del futuro del franquismo sin Franco, desde el punto de vista político y moral, se deslizó en la conversación con Sartre hasta que este mostró evidentes señales de fatiga.
“España es una vieja conocida mía”, me dijo. La había recorrido a principios de los años 30 del siglo pasado y desde entonces se ligó a los republicanos.
“Tenía mucha admiración por los republicanos, que intentaban conservar una situación clara en un país completamente destruido. La derrota en España fue para nosotros un golpe muy duro”, añadió, sentado frente a su inmensa biblioteca en una estancia acogedora y llena de luz.
Para Sartre, las contradicciones del franquismo ameritaban un esfuerzo revolucionario de parte de los republicanos, aunque el “recuerdo atroz” de la Guerra Civil fuese un freno.
“Pero de hecho no hay más alternativa para desterrar el poder establecido, el cual no cruzará los brazos, aunque queden ya pocos franquistas”, comentó.
“El pueblo siguió a Franco hasta 10 años después de la guerra, pero a partir de 1955 ha habido un cambio constante. Sigue siendo el jefe, pero ya no es, por ejemplo, el duce (Mussolini).
“El franquismo sin Franco será un cadáver”, manifestó el eterno contestatario en respuesta a mi inquietud. “El franquismo sin Franco no tendrá el mismo carácter y se derrumbará, sin lugar a dudas”.
Sartre añadió que el presidente Echeverría “tomó la posición jurídica justa” con respecto a España, a nivel bilateral y ante la ONU.
Las breves opiniones de Sartre me valieron la primera página de El Sol de México el 23 de octubre de 1975. Fueron declaraciones de autoridad que el gobierno mexicano desplegó en la cara de aquellos que no estaban de acuerdo en romper con la España franquista.

Cuenta el filósofo español Fernando Savater, que a Sartre le fascinaban las canciones rancheras y que cuando Sartre y Octavio Paz se conocieron en París, el francés puso al mexicano a escuchar un disco de José Alfredo Jiménez...
Debido a su reducida capacidad visual, Sartre no pudo terminar la última parte de su compleja psico-biografía de Gustave Flaubert, el autor de Madame Bovary, titulada L’idiot de la famille (El idiota de la familia).
“Ya no puedo leer ni escribir, veo líneas y espacios, pero no puedo distinguir las palabras”, dijo Sartre.
“Pero terminaré mi vida como la comencé, en medio de libros”, sostuvo casi sin aliento, dando pasitos con sus pies demasiado blancos…
Sartre falleció el 15 de abril de 1980 a los 74 años.