Esta reflexión toma como punto de partida la obra de Floria Pinto y su más reciéntenle exposición individual en el Museo de Arte Costarricense. Aproximaciones recupera el trabajo de una de las artistas más relevantes del arte costarricense del finales del siglo XX para introducirlo dentro de un nuevo contexto. Como un índice, la exposición reúne una serie de temas, ejes centrales de su práctica artística: el retrato, la figura femenina, el paisaje natural, los caballos.
Aproximaciones permanecerá abierta al público hasta el 29 de junio en el museo, ubicado en La Sabana.

Un pasado común
Es enero y llegamos al museo temprano. El clima es fresco y la ciudad se siente diferente, como suele sentirse los primeros días del año. Unos meses atrás el museo se había acercado con el interés de exhibir el trabajo de mi abuela, Floria Pinto.
La razón de mi participación era, por un lado, académica, al haber dedicado varios proyectos a estudiar su trabajo dentro de la historia. Era, asimismo, algo personal, como nieta y contacto directo de la familia, quien concentra aún buena parte de su obra. Además de funcionar como un archivo, en la familia también se concentra algo que es igual de importante, sí bien no del todo visible, y que tiene que ver con la historia del grupo. Ahí se esconde otra dimensión del arte que se forja en el interior de la vida privada.

Floria Pinto nació en San José, Costa Rica, el 18 de setiembre de 1923. Fue la segunda de cuatro hijas del matrimonio entre Graciela González y Enrique Pinto. A los diecinueve años se casó con mi abuelo, Ramón Herrero. Tuvieron cinco hijos: Floria, Graciela, Ramón, Gerardo y Marco Antonio. Vivían en Los Yoses, en una casa blanca con un enorme jardín.
En el segundo piso de la casa se encontraba su taller: una suerte de ático con grandes mesas y un ventanal que enmarcaba la ciudad entera. En ese mismo espacio me senté yo varias veces, convocada a posar para el retrato que iba a ser práctica primero, luego regalo. En la mesa próxima a ella colocaría una fotografía de mi con una camisa roja, la cual le serviría de modelo al retirarme.
En 1953 tomó la decisión de formalizar su práctica, mostrando su interés por ser reconocida dentro de la escena artística. Tres años más tarde, en 1956, comenzó a asistir libremente a varios de los cursos de la Escuela de Bellas Artes de la Universidad de Costa Rica.
Muchos de ellos eran impartidas por importantes figuras del momento y amigos suyos como Manuel de la Cruz González, Francisco Amighetti y Margarita Bertheau. A través de estas relaciones se estableció el intercambio de ideas y referentes, así como de lo más común, que muchas veces puede parecer lejano al arte.

Ejemplo de ello es como Margarita, quien aparte de ser reconocida como una gran artista también era una maravillosa bailarina: solía dar clases de ballet a mis tías, Floria y Graciela. Mi padre aún recuerda bien el tiempo que pasó en su casa, y la relación tan cercana que llegó a entablar con la familia entera.
De esta amistad, como con otros artistas allegados, se generó un coleccionismo mutuo basado en el regalo y en el intercambio. Tuvo un efecto importante, ya que implicó una exposición constante a estas imágenes y la paulatina construcción de un universo visual desde lo íntimo.
Sumadas a esta fórmula, tarjetas postales y libros que compró durante sus viajes —de sus visitas a museos— demuestran la pluralidad de referencias a las que estuvo expuesta durante su vida. Estos viajes no serían tan solo viajes de ocio, sino experiencias educativas reflejadas en su desarrollo e intereses como artista.
Dichas experiencias permiten forjar un mapa de referencias (de sus inquietudes estéticas), extendiéndose más allá de la escena local hacia una más amplia. Esta visión seconstruyó no solo enbase al arte producido en occidente, sino en la producción de otras culturas; una multiplicidad de creencias y de modos de ver el mundo latentes en sus composiciones.

‘Aproximaciones’ en el museo
La sala del museo, como alguna vez la sala de la casa, alberga pinturas y esculturas por igual, una imagen distinta y que sin embargo no deja de ser la misma. Allí estaba reunida la producción de años, un movimiento anacrónico que toma como referencia el estilo y la técnica, su secuencia una forma de dar sentido a un cuerpo de obra en esencia heterogéneo.
La ausencia de una estética única en su trabajo da testimonio de su continua experimentación, una búsqueda incesante que no le permitió afiliarse a ningún estilo en particular. En cambio, lo que encontramos es una serie de máscaras que impiden ver con claridad quién era, para revelar más bien distintas personas que quiso llegar a ser. Es lo mismo que encontramos cuando leemos Remembranzas, publicación del 2003 y su primer acercamiento a la literatura.
En el libro, elabora una serie de imágenes que son en parte recuerdo, una suerte de biografía en la que mezcla hechos de su pasado con el sueño y la imaginación, algo que advierte Rodrigo Guardia en el prefacio: “¿Dónde es que Floria Pinto esfuma los contornos de la realidad para imprecisar la silueta de la fantasía?”.
Esta inclinación por transformarse en otra se vio forjado, entre otras cosas, por su fijación en el trabajo de figuras masculinas relevantes en la historia del arte como Pablo Picasso, Henri Matisse, Edvard Munch, Gustav Klimt o Henry Moore.
Pese a encontrar en ellos los referentes principales para varias de sus obras—entre ellas, muchas de las esculturas que se exhiben aquí— su creación implicó un importante proceso de traducción en el cual estos artistas se mezclaron con otras imágenes provenientes de otros lugares y experiencias.
Por medio de la yuxtaposición de estas imágenes, mi abuela construyó distintas visiones de lo real. En estas visiones la vida privada se extendió hacia el exterior, quebrando con la barrera que separaba vida y obra para hacer de ella algo poroso e indefinible.

De vuelta en la sala del museo observo el retrato que hizo de mí, del cual recuerdo bien el proceso. Nunca la terminó, quién sabe por qué. Quizás solo se aburrió, interesada más por otra pintura que realizaba al mismo tiempo o quizás tan solo la olvidó, como nos sucede a todos a veces al emprender varias tareas a la vez.
Lo cierto es que era común encontrar en su taller varias de estas obras en proceso, muchas de las cuales nunca acabó. En cambio las enrollaba, situándolas a lo largo de las paredes como una suerte de archivo que no había sido planeado pero que más bien era el producto de la intensa producción de años.
En las mesas, por otro lado, solía colocar distintas fotografías que utilizó como modelo a la hora de pintar. Esas fotografías eran la pista (o al menos así lo he interpretado) de dos procesos que ocurrían al mismo tiempo, esenciales para ella: producir y, a la vez, recordar.

