Desde niño, Rafael Chamorro ha buscado el color más allá del tubo de pintura. En la playa, recogía semillas, conchas, objetos arrastrados por el mar. Ya entonces construía instalaciones sin saber que eso hacían: pequeños altares espontáneos en la finca de su abuelo. Era una intuición temprana, una certeza silenciosa de que el arte no era algo que se adquiría, sino que emergía de lo cotidiano, del encuentro con su propia mitología.
Esa búsqueda no se apagó con los años. Cuando llegó a la Escuela de Bellas Artes de la UCR, fue para estudiar pintura, pero ya venía con otra forma de mirar: no se enfocó en mezclar pigmentos, él seguía encontrando el color en los objetos. En los rastros de vida que dejan los materiales, Chamorro reconoce una forma de hablar. Su obra ha sido siempre un lenguaje discursivo hecho con materia.
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No busca representar, sino evocar. Le interesa provocar una emoción que no pase por la razón, una experiencia sensorial y visceral. Para él, una obra puede transmitir ideas o sentimientos, pero es en la intuición donde encuentra su camino más fértil.
Valora profundamente el legado de artistas como Virginia Pérez-Rattón y Rolando Castellón, quienes, desde distintas trincheras, abrieron caminos para entender el arte como una forma de resistencia, de comunidad, de memoria activa.
Virginia le enseñó que estar entre lo intelectual y lo manual puede ser una fuerza. En ese punto intermedio, Rafael encontró su forma de habitar el arte con libertad.
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Desde los años noventa ha participado de escenas artísticas colaborativas y menos institucionales, donde el tejido relacional fue clave. Recuerda cómo en 2011, a través de Castellón, conoció a Soledad Zúñiga y Helen Broide de la Galería Alternativa, una experiencia que marcó el inicio de una relación profesional y afectiva que sigue viva.
Más adelante, asumió el montaje de las exposiciones, continuando el trabajo de Gerardo Ramírez, reafirmando su sensibilidad hacia el espacio, el gesto colectivo, el cuidado de cada detalle como parte de una narrativa compartida.
Chamorro trabaja con el collage y el ensamblaje como herramientas para entretejer símbolos, fragmentos, memorias. La mitología aparece en su obra no como un relato antiguo, sino como fuerza presente: una vía para comprender lo humano. El color, en su práctica, no es añadido; nace del material mismo —madera, papel, metal— y lleva en sí una historia. Cada elemento es una voz que dialoga con las demás.

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En sus piezas, Chamorro ofrece algo más que objetos: propone encuentros. Sitios donde el tiempo no es lineal, donde el pasado y el presente se tocan, donde la materia recuerda. Sus ensamblajes son constelaciones poéticas, huellas de un artista que, desde niño, entendió que todo lo encontrado puede transformarse en lenguaje.
Su exposición Leer la mano de Rafael Chamorro se presenta en deCERCA Nosara y estará abierta al público hasta finales de julio.
La autora es asistente de dirección en deCERCA.