
“¡No opina el Sr. Gobernador, nuestro querido amigo Camilo, que ya es tiempo de impedir el espectáculo que presentan muchas de las calles principales transitadas por gran número de vacas durante las primeras horas de la mañana y las últimas de la tarde!” (Diario de Costa Rica, 09/04/1886).
Esta queja editorial revela una ciudad que no ha abandonado su carácter campesino, a pesar de la expansión en materia de servicios públicos, infraestructura urbana y red vial. San José, aglutinadora de la burocracia administrativa estatal y espacio de la mayor concentración demográfica del país, presenta a finales del siglo XIX rasgos rurales que merecen ser revisados a la luz de la información que ofrecen las fuentes periodísticas de aquel momento.
Por ejemplo, el Diario El Comercio (15/12/1891) anunciaba que los empresarios locales Muñoz y Acosta tenían disponibles en su céntrico local “arneses para uno o dos caballos, frenos, monturas y riendas”. Otros medios de prensa avisaban el alquiler, frente a la Iglesia de La Merced, de un terreno con abundante pasto, especial para el engorde de 50 novillos.
La ciudad era capaz de compartir espacios para actividades productivas de muy diversa naturaleza y propósitos. Por un lado, un comercio pujante de mercancías importadas, con el respaldo de inversión estatal en obra pública y, por otra parte, un escenario agropecuario esplendoroso en el corazón del Valle Central en los umbrales del siglo XX.
A pesar que existían leyes vigentes que prohibían y castigaban el libre tránsito vacuno por las calles o en las orillas de la línea férrea –una vez que la misma se estableció en 1890–, lo cierto es que estas prácticas eran bastante cotidianas.
Por esto no sorprende que en una reseña periodística se relatara la aparición de una leona en pleno centro de la ciudad de Cartago (Diario de Costa Rica, 21 de enero de 1885), aunque, incluso para la época, era una situación del todo exótica.
Ganado desde el Pacífico
Un aspecto que incidió en que hubiese una mayor disposición bovina en la ciudad capital y su entorno fue la importación de cabezas de ganado por medio del puerto ubicado en Puntarenas.
Según reportes de prensa, al menos dos vapores colombianos llamados Alice y Elvira, transportaron entre febrero de 1891 y marzo de 1893, más de 1.000 cabezas de ganado; 50 caballos y 200 cerdos. De hecho, el 8 de junio de 1892, el Diario El Comercio anunciaba: “Antes de ayer llegó a Puntarenas procedente de Chiriquí, el vapor colombiano Alice. Trajo consigo a bordo 160 novillos y 54 cerdos”.
En 1897, el vapor inglés Chiriquí de 342 toneladas traía una carga de 128 novillos, 32 mulas, 94 cerdos, 55 bultos de carne, 7 bultos de manteca y 1 caja de queso (El Heraldo, 10 de enero de 1897).
Al menos dos aspectos llaman la atención en este interés de llenar los pastizales josefinos con ganado. En primer lugar, la procedencia del ganado: Chiriquí, Panamá, ciudad muy próxima al límite sur de Costa Rica, territorio perteneciente a Colombia, hasta su emancipación en 1903. Desde Chiriquí los barcos se desplazaban cerca de la costa, en un recorrido corto, en el que apenas superando la Península de Osa, era posible divisar Puntarenas, el puerto de mayor jerarquía del Pacífico costarricense.
Por otra parte, se destaca el uso predominante de los barcos de vapor, que para ese momento habían sustituido, en la región centroamericana, a los viejos barcos de vela, como medio favorito de transporte marítimo de pasajeros y mercaderías. Barcos de gran magnitud como la del vapor inglés Chiriquí habían sido diseñados para amplios recorridos por el Atlántico, Eurasia e, incluso, para caza de ballenas, por lo que su presencia en el istmo, con cargas de animales como las descritas, se ajusta a la perfección para estos requerimientos.
Robo de ganado
La existencia de potreros descuidados y mal resguardados, la excesiva confianza de los dueños de estos animales y el ingreso de cientos de cabezas de ganado en poco tiempo favorecieron el robo de ganado, práctica conocida como abigeato, en la capital y alrededores.
Para mediados de la década de 1880, la prensa escrita anunciaba que, de 301 causas llevadas por la Corte Suprema de Justicia, los delitos por abigeato eran los segundos en importancia, solo superados por otras los hurtos y el contrabando.
El Diario El Comercio (22/03/1887) mostraba su preocupación al titular una de sus noticias como: “Otro robo” y describía la captura de un individuo que “andaba vendiendo una yunta de bueyes hermosos, los cuales no eran de su propiedad”. Luego de ser capturado in fraganti, el ladrón pasó a la cárcel y los bueyes fueron llevados al corral municipal, hasta que el legítimo dueño reclamara por ellos y pagara el tiempo de mantenimiento de los animales.
A inicios de la década de 1860, el castigo por abigeato rondaba los 18 meses de trabajo en obras públicas (La Gaceta, 09/05/1861), pena que podía aumentar dependiendo de la cantidad de cabezas de ganado sustraídas.
Habría que señalar que, a pesar de las gratificaciones y recompensas que se ofrecían por medio de avisos de prensa para localizar animales robados y del incremento de personal policial, el abigeato y el ganado deambulante solo disminuyeron, al menos en la capital, cuando la ciudad creció en forma definitiva y las actividades agropecuarias, como la ganadería, fueron desplazadas hacia comunidades circundantes del denominado Valle Central.
*El autor es coordinador del Programa de Estudios Generales de la UNED y profesor asociado de la Escuela de Estudios Generales de la UCR.