
A lo largo de los años, La Nación ha albergado diversas expresiones del pensamiento costarricense, muchas de ellas en la célebre “Página Quince”. Algunas columnas se dedican al fragor político del día o a los pesares cotidianos del ciudadano común y corriente. También han aparecido reflexiones variadas, meditaciones filosóficas y mucho más, pues la página 15 permite “amplia libertad en la escogencia de los temas”, reconocía el filósofo Roberto Murillo Zamora.
Justamente pensando en algunos colaboradores del periódico en su celebración de 79 años, recordé una bella columna de Murillo incluida en la antología Estancias del pensamiento (1978, Editorial Costa Rica): “Elogio del ‘simple’ profesor”. La transcribimos aquí completa, tal como aparece en esa edición.
Con nuestra educación tan atribulada en estos tiempos, y con los profesores acosados por innumerables necesidades, es oportuno recordar la belleza de la docencia, su aporte integral a la democracia, la libertad y la pluralidad del pensamiento, tres sendas que La Nación se trazó desde su primer número, el 12 de octubre de 1946.
En el artículo, el autor habla de la educación universitaria, se entiende; pero, ¿no nace la inquietud intelectual desde la escuela y el colegio? ¿No surgen allí el hambre por conocer y la sed de probarlo todo? De cualquier modo, nuestra educación universitaria también padece crisis simultáneas, y pocas se superarán sin fortalecer la figura del docente formado y formador.
Disfrute el elogio del “simple” profesor de don Roberto Murillo Zamora (1939-2004), connotado filósofo, profesor, dos veces Premio Nacional del Ensayo y Caballero de las Palmas Académicas del Gobierno Francés. - Fernando Chaves Espinach, editor de ‘Revista Dominical’ y ‘Áncora’.
Elogio del “simple profesor”
Setiembre 13, 1969
¡Peligroso título! Muy arriesgado en Costa Rica, donde con demasiada frecuencia se escuchan series interminables de lugares comunes consagradas al elogio del maestro. Es un temor muy fundado el de agregar gotas al océano de discursos tendientes a subrayar el “apostolado” del educador, cuando en realidad tales discursos no hacen más que ocultar una opción: la de aceptar una enseñanza mediocre con tal de poder pagarla también con mediocres raciones. Con todo, alguna vez hay que señalar los méritos de una labor fecunda y silenciosa, apreciada, aun en los centros de enseñanza, más de palabra que de hecho. Despreciada en la realidad por falta de auténtico espíritu docente, pues este supone ejercer la palabra con plenitud de contenido.
Es muy frecuente escuchar, en los diversos niveles de la educación pública, que tal o cual persona ha hecho méritos suficientes como para que no se le relegue a la condición de “simple” maestro o profesor. Es decir, que según esa opinión, ascender en la docencia es dejar la docencia y escalar la administración. Es necesario tener una idea muy singular de la docencia para negarla de esa manera.

¿De qué viene esa aversión a la categoría de “simple” profesor, que la compara con la situación del soldado raso frente a la oficialidad administrativa, en el ejército docente del país con más maestros que soldados? De que se descoyunta la labor docente de sus raíces espirituales e intelectuales. Una condescendiente sonrisa responde al que, modesta pero sinceramente, sugiere que la enseñanza es correlativa, según cada nivel, a la pasión por el saber —y hasta por el pensar— y del amor a los libros. El complejo de subdesarrollo y la miopía de la acción inmediata obligan a considerar obsoleta y fuera de sitio la historia de los grandes profesores del pasado, de aquí y del extranjero.
Desde luego, no es que despreciemos, ni mucho menos, la función directiva en la enseñanza, como política de docencia e investigación. Ni tampoco la función administrativa que, cuando es eficaz, es un útil muy valioso al servicio de esa docencia y de esa investigación. Creemos, eso sí, que una cosa es la dirección, y otra, subordinada, la administración. Y consideramos, y esto radicalmente, que estas funciones deben estar al servicio de la creación y transmisión de las ciencias, las técnicas, las artes y las letras para provecho espiritual y material de los hombres.
El ascenso en la docencia es el progreso en el saber y en el enseñar, en el hacerse persona a la una con la realización de los otros como personas. Y esta actividad merece reconocimiento. El que concedemos a un Kant, a un Bergson, a un Unamuno, y en nuestro país, a Valeriano Fernández Ferraz, a Mario Sancho y a Abelardo Bonilla. Ello con indepencia de si tuvieron o no un puesto de mando: es un homenaje a su personalidad generosa, a su incansable búsqueda de la verdad, a su comunicación de ideas en el respeto a la persona.
Hablamos de respeto a la persona porque es muy distinto formar discípulos que agrupar prosélitos. Esta es una distinción pareja con la anterior. El profesor verdaderamente maestro suspende su natural voluntad de poder —la “Wille zur Macht” de Nietzsche— en beneficio de una “paideia”. En beneficio de una voluntad de forma que pretende sugerir al discípulo el camino de su autoplasmación, gracias a lo que el maestro hace en la plasmación de sí mismo. Le muestra, a título de ejemplo, un camino en el ser y en el saber, que el discípulo habrá de recorrer según su libertad. No le impone dogmas ni consignas, ni le amenaza con condenarlo a su izquierda ni con anatematizarlo, según el caso, en la derecha. Tal maestro debe ir adquiriendo la difícil madurez de no sentir amenazada su seguridad personal por la discrepancia del discípulo. El homenaje a ese maestro es el homenaje a Sócrates. Cuando un país se lo rinde, pone de manifiesto su reconocimiento a lo mejor que la humanidad puede tener: la libertad creadora del espíritu en el reconocimiento de la finitud.
Lea más sobre literatura
Quince Duncan: ‘Hay que aceptar nuestra herencia negra como parte de nuestro futuro’
¿Qué más leer de Hungría? Cuatro autores para descubrir tras el Nobel de László Krasznahorkai
¿Por qué la memoria oficial ‘limpió’ la figura de Carmen Lyra? Su activismo radical sigue vigente en sus ensayos
Un encuentro con Valle-Inclán: Reflexiones sobre el teatro a dos lados del Atlántico