
José León Sánchez bautizó a la cárcel de San Lucas como “La isla de los hombres solos”, definiendo, tan desgarradora como profundamente, aquel infierno, como nadie más que él hubiera podido hacerlo.
En esas seis palabras, Sánchez, con su genio artístico y profundo sentido humano, sumado al inconmensurable dolor que pasó por sus carnes y frente a sus ojos, encapsuló la cruel realidad de los presidios.
Paradójicamente, al hurgar en la historia de Costa Rica, aquel sitio de marginación encuentra compañía. Porque, desde la antigua Penitenciaría Central hasta la Reforma, este pequeño país es y ha sido un vasto archipiélago de esas islas donde —como escribiera el autor en un prólogo de 1967 a su afamada obra— cualquiera puede descender a ser un perro... e incluso menos que eso.
Y sin ningún delito que achacarle, ni pena que le fuese dictada, a Ramón Vargas Guzmán le tocó atracar en varios de esos desoladores rumbos, durante los 28 años que trabajó como funcionario del sistema penitenciario.
A sus 76 años, este hijo de Puriscal no olvida las injusticias que presenció y su memoria guarda intacta los pasajes inauditos de esa etapa. Vargas conversó al respecto con La Nación y compartió abiertamente sus recuerdos, que son un vivo archivo invaluable para comprender la historia de las cárceles en el país.
28 años que comenzaron con un anuncio en la radio

Apenas siendo un veinteañero, el puriscaleño entró a, lo que por aquel momento se llamaba Ministerio de Gobernación, Policía, Justicia y Gracia, a inicios de la década del setenta.
Todo ocurrió cuando, recién logrado el singular hito de graduarse de bachillerato por madurez, oyó en la radio sobre una vacante para ser oficial penitenciario.
Presto, buscó el remoto primer teléfono público que pudo encontrar para dar sus datos y fue citado, por telegrama, en la capital para hacer una prueba. Aquel llamado lo atendió no por especial vocación de ser custodio, sino, confiesa, porque no había oportunidades laborales en su tierra, que era muchísimo más rural y despoblada que ahora.
Tras concluir con éxito el test, la jefa de personal lo llamó a su oficina y le informó, lamentándolo, que su destino sería la Penitenciaría Central, centro que cerró tan solo unos años después y fue catalogado como una vergüenza nacional, por el sinfín de violaciones a los derechos humanos que tuvieron lugar allí.
“Me dice: ‘Yo lo iba a mandar a la Peni y ya lo tenía seleccionado, pero me da lástima mandar a una persona como usted, con tanto estudio (ríe)’. En esos tiempos era así, no muchos terminaban el colegio y menos en la zona rural. Pero bueno, me dice, váyase para allá”, recordó.
La Peni, una vergüenza nacional donde había que cerrar los ojos

Al iniciar sus labores, se topó con grandes horrores, pero le tocó reprimir el dolor que le generaba lo sucedido intramuros de la infame prisión. Irremediablemente, cerrar los ojos era regla de oro.
“A las 2 de la mañana pasaban golpeándole el catre donde uno dormía. ‘Levántese porque hay requisas’. Había que meterse al norte o al sur. Le daban un revólver a uno, se iban dos o tres con carretillos y esos carretillos salían llenos de las armas que se decomisaban, que cuando eso, eran cuchillos que los hacían de esas platinas de los catres de antes y le sacaban el filo en el cemento”, explicó.
“Cada año se le daba una revisada a un enrejado grueso que había en los pabellones norte y sur, porque todos se ponían de acuerdo para orinarlos y desgastarlos, porque los orines son corrosivos y eso se pudría”, agregó.
Al poco tiempo conoció a don Antonio Bastida de Paz, español que trabajó tres décadas en el ministerio de Justicia y entre otros hitos, fue miembro fundador del torneo de tenis Copa del Café. Bastida lo convirtió primero en su asistente y luego en subdirector del centro penal.
“En ese entonces estaba la banda de los Hijos del diablo, que eso fue un producto del sistema penitenciario. La Peni llegó a tener casi 3.000 presos y ahí era matar o morir. Me acuerdo una vez que mataron a alguien ahí y jugaron un partido con la vejiga”, narró con un pesar que no quitan los años.
“Y la droga ahí era, bueno... Yo no sé quién la metía o cómo entraba, pero de alguna forma tenía que entrar, porque eso tenía solo una entrada”, comentó.
Eran épocas de la arbitraria “ley de la vagancia”, que terminó de colmar aquella prisión. En ese momento, cualquier cristiano al que la policía encontrara en un sitio público sin buena coartada (da igual si fuera porque los nervios lo traicionaran) era obligado a cumplir 90 días de condena o una multa económica.
Esto, además de sumar al hacinamiento, desordenaba aún más el control de la población penitenciaria, a la que se metía en las celdas y “no se volvía a ver más”.
“A los de vagancia se les llenaba una ficha con el nombre y nombre de los padres. Ahí adentro se ponían de acuerdo, alguno que sí estaba condenado y llevaba meses, pero ya nadie lo conocía, llegaba al portón y decía: ‘soy fulano y quiero pagar la multa’. Le preguntaban los datos y le abrían la inmensa puerta”, relató.
“Días después llegaba quien de verdad estaba por vagancia, a querer salir. El que lo atendía veía que en el registro ya se le había dado salida y entonces lo traía para la secretaría. Se revisaba todo y ¿qué había que hacer? Dejarlo ir también. Y así a cada rato pasaba“, detalló.
La experiencia más traumática

Paralelo a su trabajo en la cárcel, pudo recibir varias capacitaciones que ampliaron su perfil profesional. Entonces, el mismo Bastida le ofreció un puesto como orientador en un centro ubicado en Tierra Blanca de Cartago.
Él, que nunca le arrugó la cara a ningún trabajo, asumió su nuevo cargo, en donde fue nada más y nada menos que el Sanatorio Durán. Aunque la mayoría lo desconoce, tras el cierre del centro para enfermos de tuberculosis, el recinto pasó a ser una suerte de reformatorio de menores de edad.
Ramón entró a trabajar en horario nocturno y aunque ya para entonces corrían los cuentos de espíritus de monjas, nada sobrenatural turbó su sueño, que conciliaba entre cobijas de tuberculosos, en el último piso del centro que, todavía, algunos juran, es un epicentro de actividad fantasmagórica.
Sin embargo, a pesar de que rechaza cualquier evento paranormal, lo que vivió en el plano real durante sus años en esa cárcel disfrazada de hospicio de huérfanos, todavía lo inquieta.
“Fue una experiencia muy traumática; son experiencias muy traumáticas. Yo a veces me sueño que voy a trabajar por allá y me despierto todo asustado, porque una cárcel para un chiquito, yo pienso que no debería existir
”Usted sabe, unos chiquitos, que parecen una marimba, de 7 u 8 años, que se quedan sin el papá, sin el único sustento y en una cárcel...”, reveló con sinceridad.
Según detalla, en esas noches heladas que entumecían hasta a los más abrigados, proyectaba películas, daba charlas y les leía libros. Algunos de los menores aprendieron a escribir, aunque no existiera escuela en ese lugar.

Ese reformatorio fue para Vargas un ingrato sinsentido, escondido de la sociedad y abandonado por las autoridades. El estado de esos niños le hacía parecer absurdo el pedido del director del centro, quien le solicitó que les hablara sobre Dios.
“Le digo: ‘Pero cómo le voy a hablar yo a alguien de Dios, si para ellos Dios es una negación. Vea cómo están, ¿usted no los ha visto? Es que usted no sale de la oficina con la piel reventada del frío’. Y así era. Ahí en Tierra Blanca, ¿que llegara algún ministro? ¡Nunca!”, revivió.
El exfuncionario todavía tiene grabada con total vivacidad la dolorosa escena que atestiguó cuando tres niños se dieron a la fuga a altas horas de la noche.
En ese momento, después de algunas averiguaciones y de atar cabos, determinó que el único rumbo posible de aquellos chiquitos era el camino hacia el Irazú, donde efectivamente los hallaron.
“Nosotros estábamos bien abrigados, pero el frío que hace ahí arriba... estaban ya casi a punto de la hipotermia. Los envolvimos en unas cobijas que llevábamos, los trajimos y bueno, en vez de buscar otra solución lo que hicieron fue reforzar la vigilancia. ¡La vigilancia de un chiquito de 8 o 9 años!“, rememoró con tristeza.
“No, no. Es que viera lo terrible que es trabajar en esas partes”, sentenció.
Este doloroso periodo concluyó a finales de los 70, cuando fue trasladado como director de la cárcel de la Isla San Lucas.
Una isla de hombres resignados

“Ellos estaban como resignados”, así describe Vargas a los privados de libertad de San Lucas, presidio que, para los años en que él trabajó, distaba del escenario de las torturas que se retrataron en el libro de José León Sánchez.
Sin embargo, asegura, aunque ya no había grilletes, él mismo cerró dos calabozos a su llegada y solo hubo una fuga, el maltrato a los presos era el simple hecho de estar encerrado en la isla.
La cárcel había pasado a llamarse Centro Penal Colonia Agrícola San Lucas, aunque el exdirector considera que ese nombre era poco apegado a la verdad. Cuando él tomó las riendas del centro, se encontró con bastantes reses y algunos venados en un estado lamentable.
En ese pedazo de tierra inhóspita, no existían condiciones ni siquiera pasables para la siembra, que se hacía en lugares muy reducidos y más como una rutina, sin mayor objeto, para los reos.
Si bien el calor podía remediarse entrando a las aguas, para Vargas lo más insoportable era el reflejo metálico que, por las tardes, desprendía el mar, hiriendo la mirada con fiereza.
Algunos de los presos ya andaban con total confianza por la isla y hasta habían construido casillas, a tal punto que a una zona la apodaban como “el barrio de las jachas”.
“Algunos no tenían visita, pero negociaban con alguien que iba a tener visita familiar, que era de una semana. Algún cambalache hacían y le daban la casa. Esa parte, pongamos, era como una mediana cerrada más o menos. A esa gente perfectamente se les daba visita y se iban ahí”, expresó.
A San Lucas le siguió la Reforma, en San Rafael de Alajuela, donde se desempeñó como administrativo, orientador y profesor durante 18 años. Entre sus principales esfuerzos estuvo la instauración, en primera instancia, de estudios primarios y luego de los programas de la UNED para la población privada de libertad.

De aquellos retadores años labró su carrera y llevó el sustento a sus seis hijos. Sin embargo, no guarda aprecio ni admiración por las cárceles.
Cada vez se hacen más lejanas esas casi tres décadas entre barrotes, hombres solos, traumas y dolor y al preguntársele qué considera lo más desconcertante que experimentó, tajante responde que todo.
Su amplia experiencia lo hace cuestionarse, con una mezcla de decepción y fe, si en algún momento, con la misma capacidad que se logra viajar al espacio y se crean celulares de alta tecnología, se unirán las voluntades para idear un sistema que sea verdaderamente humano.
“Juzgar es muy fácil, por eso es que yo —son 76 años los que tengo— espero que Dios me dé vida para poder ver que ya las cárceles sean la excepción. Pero ahora lo que la gente quiere es que a la gente la maten en las cárceles. Yo no me alegro de que nadie caiga en la cárcel. Nunca, nunca me he alegrado”, concluyó.
