Eres mi reina. Ahora y siempre...
¿Es necesario advertir que vienen spoilers? Seamos más serios...
Hoy, al comentar con un colega periodista el episodio final de Game of Thrones, él me decía que lo sintió como cuando cualquier de nosotros cuenta, muy por encima, la trama de una película. Siguiendo ese ejemplo, el cierre de una de las series de televisión más grandes de la historia bien se puede resumir como lo hace un niño al narrar a sus papás lo que vio esta tarde en la tele: Daenerys dejó claro que la destrucción de King’s Landing no era el final de su conquista y que seguiría la carnicería; a Jon Snow no le quedó de otra y la mató para evitar más masacres; los nobles escogieron a Bran Stark como nuevo rey después de escuchar un discurso de Tyrion Lannister; la corona no volverá a ser hereditaria sino por elección de los líderes de los reinos; Sansa declaró la independiencia del Norte, Arya se fue en un barco a explorar nuevos mares, a Jon lo condenaron a volver a la Guardia Nocturna y al Norte (justo lo que él quería) y todos los hermanos Stark fueron felices para siempre (incluido Jon). Chachán.
Desde luego que el anterior tratamiento es simplista, pero justamente eso fue lo sucedido con The Iron Throne, episodio 6 de la octava y última temporada: fue simplista. Escrito y dirigido por los creadores de la serie –David Benioff y D. B. Weiss–, el capítulo buscó la ruta más corta posible para resolver la serie, muy en la tónica atropellada de la octava temporada.
¿Fue malo o bueno? Poco pareciera importar. En mi caso, sentí que el daño a la serie ya estaba hecho –especialmente en los recientes episodios 3, 4 y 5–, por lo que llegué al cierre sin mayores expectativas. Y, justo porque no esperaba nada bueno, pude encontrar algo de valor en varios pasajes que sí estuvieron bien logrados. Pero, de nuevo, fue como buscar pepitas en oro en medio de una montaña de lodo.
Tiendo a creer (quizá por mero acto de fe) que lo que vimos en pantalla se sustenta en el desenlace que eventualmente George R.R. Martin desarrollará en las dos novelas que le quedan por publicar de su saga A Song of Ice and Fire. Es decir, cuando a lo mejor en el 2035 finalmente el último libro llegue a nuestras manos (#hombredefe) veremos que el buen George siempre planeó que Dany se convirtiera en una gobernante despótica y que sería Jon Snow quien acabaría con su vida para salvar al reino. Así lo espero.
El “pero” es el mismo del que hemos venido hablando desde que la serie sobrepasó a los libros y se adentró en terreno desconocido para los lectores de Martin: apresurar el ritmo de los acontecimientos. Si en años anteriores nos quejamos de que había tramas a las que no se les dedicaba tiempo suficiente, el 2019 fue un espanto: nos atragantaron en solo seis entregas el material que bien daba para más de una veintena de buenos capítulos, sin rellenos.
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Tomemos de ejemplo al programa final, cargado de historias que merecían un abordaje más saboreado y que se dejaron ir, como los largos cautiverios de Tyrion y Jon Snow; el conflicto en Grey Worm para no ejecutar a los traidores de su reina; la consolidación de Sansa como jugadora nivel sayayín 4 del Juego de Tronos, o el vacío de poder en King’s Landing tras la muerte de Daenerys. Y podríamos seguir.
Fue un episodio anémico, deslucido, y pobre en sustancia. Pero eso no sorprendió a nadie: ese tren se descarriló desde hace semanas.
Aún así, hagamos el esfuerzo y rescatemos las pepitas de oro: Brienne completando la historia de Jaime Lannister en el libro de la Guardia del Rey; Sansa mandando a callar al idiota de su tío; Tyrion dirigiendo la reunión del mejor consejo consultivo que cualquier monarca hubiese tenido; Jon reencontrándose con Ghost; Tyrion recobrando el espacio para sus monólogos. Y terminar justo donde empezamos (#lavidaesuncirculo).
La vista atrás
Es sencillo en estos días –con el mal sabor de boca aún fresco– concluir que Game of Thrones fue una pérdida de tiempo, como bien tratan de resaltar los típicos nadadores contracorriente que se jactan a los cuatro vientos (Twitter, Facebook) de que no perdieron su valioso tiempo encadenados a la serie “que todos veían”, y que bien haríamos todos los demás borregos en irnos a ver documentales de comida vegana y series vietnamitas.
No podrían estar más equivocados.
Anoche, tras ver el episodio final, me sentí feliz, satisfecho: volví la vista atrás y contemplé no solo lo de ese domingo sino la apuesta emocional que hice –tanto como lector y televidente– a lo largo de la última década en Game of Thrones. Y me doy por pagado.
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Game of Thrones ha sido una de las mejores series de televisión que he visto en mi vida, y créanme cuando les digo que he visto muchas series. No vamos a disculpar las falencias y torpezas de capítulos como The Bells o The Iron Throne pero es claro que la sombra es pequeña a la par de lo que vivimos frente a otros maravillosos, como Baelor, Blackwater, The Rains of Castemere o The Battle of the Bastards. El saldo a favor es amplio e indiscutible.
Game of Thrones es posiblemente la última gran serie de televisión que todo el planeta consumió en el viejo modelo de sintonía simultánea en un horario determinado. La despedida, por todos los motivos, es emotiva.
Gracias a todos los involucrados. Fue un gran viaje.