Hace un año exactamente recibí en el teléfono uno de esos mensajes que nunca se esperan.
El 15 de setiembre de 2018 cayó sábado, así que era poco usual que mi jefa, quien respeta mucho los fines de semana, me contactara. “No sé ni cómo decirte esto, no sé ni para qué te cuento. Charlie acaba de morir”.
Su esposo murió ahogado mientras rescataba a sus dos hijos de una corriente de resaca en el océano Pacífico de nuestro país. “Mi papá es un héroe sin capa”, dijo días después en el funeral su hijo menor. Lo es. Siempre lo será.
A mi jefa me une un cariño especial. Llevamos años trabajando mano a mano, codo a codo, sacando una revista en cuyas páginas ponemos alma y corazón. Y, en medio de los días de estrés o cansancio, siempre nos unen las risas, los chistes y, por supuesto, los chismes (¿qué mejor e inocente forma de pasar el rato que comentando cuál periodista se ligó a X o Y editor o editora?).
Nos convertimos en amigas, lo digo sin reparo porque de todas maneras de ella no depende mi próximo aumento salarial. Nos une el trabajo, la maternidad, los amigos –y los enemigos– en común. Nos unen los escritorios, el tiempo, las circunstancias.
La cercanía hizo que la partida de Charlie me causara un profundo dolor y una urgencia enorme de mantenerme cerca y pendiente de cualquier necesidad que ella o su familia llegaran a tener.
Para mi sorpresa, mi jefa ha necesitado muy poco y para lo poco que ha necesitado yo he sido bastante inútil. Quizá mi única ayuda es escucharla en las infrecuentes ocasiones en que habla del tema. Ayer me contaba su más reciente sueño: Charlie apareció para preguntarle cómo ha ido saliendo con las cosas, cómo van los chicos y cómo está haciendo con la plata.
Las preocupaciones de los muertos son siempre las mismas: ¿cómo estarán los vivos?, mientras que los vivos siempre nos preguntamos cómo estarán los muertos. Yo asumo, por ejemplo, que mi bisabuela anda por el cielo con mucho frío; siempre me la imagino con su chal y sus medias de algodón. Mi abuelita Flora, en cambio, pasa en una pura fiesta haciendo reír al mismísimo Tatica Dios.
En el caso de Charlie, él puede seguir descansando en paz, escogió muy bien a su esposa.
Ella nos ha sorprendido a todos con su capacidad para sobreponerse y salir adelante. Claro que tiene días malos, sobre todo aquellos en los que tiene que ir de ventanilla en ventanilla presentando papeles para solicitar una póliza, un seguro, honrar alguna deuda o cobrar otra.
Si los vivos entendiéramos que algún día estaremos muertos, seríamos más ordenados.
Tendríamos las cuentas más claras, pero casi nadie se prepara para lo inevitable.
Esta quizá ha sido la mayor lección que ha aprendido de su heroica partida. Entonces, me obsesioné por preguntarle a mi esposo si tiene póliza de vida, a quién le queda el carro, a quién la moto, a quién la perrita, qué tengo que hacer con su ropa. Que al menos arregle él porque yo todavía no me muero.
El 15 de diciembre, dos meses después de la muerte de Charlie, mi jefa –como buena amiga– me acompañó a enterrar a mi abuelita. Murió en el quirófano tras un procedimiento dispensable que le alargaría la vida, pero al final la llevó a la muerte. Nadie supo qué hacer con las piñas de tamales que mi abuela había encargado para las visitas que tendría después de la operación.
Nadie nunca se prepara para morir.