En La Segua , la mujer que Cartago considera su bruja de cabecera es quien arroja a Encarnación la sentencia que más teme: cualquier mujer puede convertirse en Segua si no lo evita. En cualquier mujer se puede corromper la belleza.
Las mujeres de La Segua luchan contra los prejuicios propios a la sociedad tica de 1750.
Originalmente, la leyenda reúne un concepto clave de la sociedad conservadora y religiosa en la que nació: el castigo sobrenatural de los excesos, especialmente los de la avaricia, el alcohol y el sexo.
En la obra de Alberto Cañas, estos excesos los representa Petronila Quesada, quien ha “embrujado” con su sexualidad a dos de los pretendientes formales de Encarnación Sancho.
Uno de ellos se ha vuelto loco y yace en una cárcel, probablemente más enfermo de los efectos de una enfermedad venérea sin tratamiento que perseguido por el fantasma de la Segua.
El otro de los pretendientes, Camilo de Aguilar (Bernardo Barquero), es el centro del triángulo amoroso que se desarrolla en escena después de su llegada a la ciudad de Cartago.
Las dos mujeres, entre las que se dividen sus distintos afectos, representan extremos femeninos de la época histórica a la que pertenecen: a Encarnación Sancho, uno de sus pretendientes la llama “Virgen”; a Petronila Quesada, el pueblo entero la llama “bruja”.
“La Petronila no es una chica de sociedad. Es una mujer del pueblo”, explica la actriz que la interpreta, Tatiana Zamora.
“Es alguien que no arrastra tabúes y, en aquella época, una mujer así fácilmente hacía que un hombre cayera en sus armas de sensualidad”.
Zamora describe las vidas de las dos mujeres, de cierta forma, “paralelas”. Ambas, por ejemplo, responden a su propia matrona. Encarnación, como corresponde a una mujer de su estatus social, se hace acompañar de la ama de llaves de su casa. Petronila tiene como figura materna a María Francisca, que no cree en la efectividad de las brujerías, pero igual participa de lo que le solicita su compañera.
“Yo creo que don Alberto Cañas se agarró de esta historia para dibujar la Costa Rica de la época, donde la mujer no podía expresarse más de lo necesario, no importa la clase social a la que perteneciera”, opina Zamora.
Ambas también sucumben a sus propios terrores: una al terror de envejecer y perder su belleza; la otra al temor de no poseer el hombre que desea.
El reparto describe a Encarnación como “narcisista”, una mujer invertida en inmortalizar su belleza, incluso a costo de los dos amores de su vida.
Así, termina decidiendo, y aceptando resignada, que la única forma de preservarse es al lado de alguien que no pueda ver cómo se envejece su piel con los años, aún cuando no esté enamorada. “Más me amo a mí misma”, asegura desafiante cuando su padre cuestiona sus intenciones.
“Todavía vemos muchísimo sesgo en cuanto qué tiene que hacer una mujer; cómo tiene que ser una mujer; cómo se tiene que comportar una mujer y cómo te puede llevar a neurosis”, explica la actriz Rebeca Alfaro, sobre la obsesión que aqueja en escena al personaje que encarna.
El director del montaje, Mariano González, es enfático en colocar estos eventos a la luz de su época, en especial la seducción y traiciones de Petronila.
“Lo hace porque una sociedad la marca. Esa sociedad de doble moral lleva a los personajes a conducirse de cierta manera”, enfatiza sobre el tema.
La dicotomía entre los papeles de ambas, una como mujer de la sociedad cartaginesa y la otra como una paria de la misma, funcionan. Son emblemáticos de la sociedad costarricense que Alberto Cañas suspende en el escenario: un pueblo pequeño, invertido en cultivar su religión, su fortuna y su juventud para los otros.