"¡Qué extraña cosa el conocimiento! Una vez que ha penetrado en la mente, se aferra a ella como la hiedra a la roca”. Con esa frase, el monstruo de Mary Shelley, sintetiza la conciencia de su discernimiento. La comprensión de su condición. Aquella que lo destina a buscar incesantemente a su creador para conocer de primera fuente las razones de su existencia. Un sumario preciso de nuestra doble condición de seres racionales y espirituales. Y, definitivamente, la explicación de nuestra fascinación por los dioses y los monstruos.
Más allá de las explicaciones neurológicas sobre nuestro gusto por el miedo, el acercamiento hacia los monstruos proviene de un morbo atávico hacia lo desconocido, hacia la zona oscura de nuestra conciencia que disfruta con la desventura de un encuentro con alguna criatura espeluznante, siempre y cuando esas desgracias les acontezcan a otras personas, no a nosotros.
Esa imaginación lúcida y reflexiva que alguna vez dibujó sus monstruos en las paredes de una caverna, es la misma que ha materializado sus temores en representaciones en vivo y luego en fijaciones sobre el celuloide. Siempre con la única intención de proyectar los miedos más profundos –sean estos individuales o colectivos– en personas o sociedades semejantes a nosotros, pero a la vez desconocidas y distantes.
Apogeo cinematográfico
Producto de la Gran Depresión iniciada con la caída de la bolsa en octubre de 1929 en los Estados Unidos, comienza una década cúspide del cine de terror producido en esa nación. Ya antes de esa época se citan dos obras cumbre nacidas del movimiento expresionista alemán: El Cabinete del Dr. Caligari (R. Wiene, 1920) y Nosferatu (F. W. Murnau, 1922). El cine estadounidense ya había explorado este género y se pueden citar otro par de obras referentes: El jorobado de Notre Dame (W. Worsley, 1923) y El fantasma de la ópera (R. Julian, 1925), ambas protagonizadas por el camaleónico Lon Chaney.
Ya ubicados en la década de la crisis, Drácula (T. Browning, 1931) pone la marca de arranque en la seguidilla de obras cinematográficas dedicada al género de terror, específicamente a la dialéctica que se produce cuando lo convencional es amenazado por un suceso extraordinario que se materializa con la presencia de un ser sobrenatural. Basada en un drama teatral (el cual, a su vez, se apoyaba en el libro de Bram Stoker), Drácula fue un éxito de taquilla y era natural pensar en otro monstruo para continuar con el éxito. Siempre con la misma fórmula: una puesta en escena basada en la novela de Mary Shelley con Bela Lugosi como protagonista.
James Whale no era la elección del productor Carl Laemmle Jr. para la dirección de Frankenstein , pero, ante la negativa del Lugosi para invisibilizar su rostro bajo las capas de látex que requería el maquillaje de Jack P. Pierce y luego del éxito de otra adaptación teatral: El fin del viaje (1930), Whale y Boris Karloff entran a escena.
Finalmente logra una de las obras más icónicas del cine de este género, solo mejorada por su sucesora La novia de Frankenstein (1935). Ambas pueden apreciarse en forma sucesiva como una continuación de la otra. No obstante, puede verse interrumpida en su narrativa por el prólogo a la segunda; esto es capricho propio de un director tan excéntrico como brillante, con un gusto depurado por la teatralidad.
Hasta la fecha, los mismos estudios que hicieron la apuesta por esta temática a inicios de los años 30, siguen lucrando de los monstruos, pero lo cierto es que ya no con la misma calidad y frescura que en esa época. Se mencionan como destacables aparte de las ya detalladas: El hombre invisible (1933) del mismo Whale; La momia (K. Freund, 1932); King Kong (M. C. Cooper y E. Schoedsack, 1933) y El gato negro (E. G. Ulmer, 1934).
Nuevas amenazas, nuevos miedos
Los años sucesivos son variaciones de las mismas historias que culminan en forma paródica con Abbott y Costello contra Frankenstein (Ch. Barton, 1948). El cine de monstruos provenientes del más allá cierra una época con una sonrisa y pasa la estafeta a otras criaturas de magnitudes catastróficas, procedentes de otros planetas. Este tipo de cine tuvo su auge y vigencia al comienzo de la exploración espacial y, una vez más, como un signo de catarsis ante el temor que representaba la incógnita sobre la vida más allá de la Tierra; ante todo, por el daño que le estábamos causando a nuestro propio mundo en un periodo de posguerras.
Es la década que presencia de manera cada vez más intensa las pruebas atómicas en el Pacífico. Además de las imágenes muy frescas sobre las secuelas de Hiroshima y Nagasaki. La época que dio a luz a Gojira (el Godzilla de I. Honda, 1954).
El miedo a lo que podría pasar en ese ambiente submarino expuesto a sustancias radiactivas, es tan solo una proyección de nuestro temor real: el poder desmedido e irresponsable que exhiben algunas de las potencias que dominan nuestro mundo. El principal miedo de los japoneses era que esas pruebas atómicas les tuvieran de nuevo como blanco y Godzilla (estrenada oficialmente en los Estados Unidos hasta la primera década del siglo XXI) fue la mejor y más astuta forma de exponerlo y de reflejar en el monstruo aquella masa indefinible de intereses políticos, económicos y geográficos que se debatían en plena Guerra Fría.
El monstruo posmoderno
Similares aprensiones son explotadas en El enigma de otro mundo (H. Hawks y Ch. Nyby, 1951); la muy bien lograda Tiburón (S. Spielberg, 1975), pese a sus muchos problemas técnicos de producción; La mosca (D. Cronenberg, 1986), una reconstrucción del personaje principal en su forma física y moral, tan similar a la degradación que produce la drogadicción, que es imposible obviar la metáfora; y, en tiempos más recientes, Cloverfield (M. Reeves, 2008), el monstruo como una amenaza invisible, donde no asusta tanto la criatura, sino lo que genera.
No podemos olvidar que todas estas historias han subsistido desde épocas ancestrales. Han viajado por siglos por medio de los mitos y leyendas de la tradición oral y todavía se mantienen vigentes en constantes actualizaciones del mito y nuevos referentes del terror; al utilizar además las técnicas contemporáneas de narrar para el cine, Trollhunter (André Øvredal, 2010) es una película noruega concebida como falso documental que explota, de manera muy bien lograda, los temores de nuestra época con base en una criatura legendaria.
Volviendo al monstruo de Frankestein : ¡Qué extraña cosa el conocimiento! Nos permite el entretenimiento y, a la vez, nos enfrenta con nuestros miedos para reflexionar sobre nuestro comportamiento. Eso, a fin de cuentas, es el maravilloso artilugio del cine. Así, dentro de esa amplia gama de historias contadas y por contar, seguirá celebrándose en nuestra presencia la siempre vigente fábula del duelo de la raza humana con el monstruo, de la razón frente a la pasión, de la bella ante la bestia, y un sinfín de arquetipos y sus némesis, mediante la maravillosa fábrica de historias del sétimo arte.
Cine y monstruos en Preámbulo
- Nosferatu, vampiro de la noche (W. Herzog, 1979): domingo 12 de marzo, 4 p. m.
- Trollhunter (A. Øvredal, 2010): domingo 12 de marzo, 7 p. m.
- Un hombre lobo americano (J. Landis, 1981): jueves 16 de marzo, 7 p. m.
- Godzilla (I. Honda, 1954): sábado 25 de marzo, 4 p. m.
- Frankenstein (J. Whale, 1931): domingo 2 de abril, 4 p. m.
*El autor es director del Centro de Cine.