He venido postergando la escritura de esta crítica porque la primera sensación que tuve después de ver el montaje de La Segua fue de una evidente molestia. ¡Por favor, recuérdenme cuándo fue que la admirada Compañía Nacional de Teatro (CNT) dejó de ser la instancia rectora y la vanguardia artística del teatro costarricense!
Podría aventurarme a afirmar que eso comenzó a partir del momento en el cual las autoridades políticas de turno desmantelaron el elenco estable de la CNT, redujeron sus labores de extensión cultural, callaron sus voces más contestatarias y empujaron a sus funcionarios en el marasmo de la tramitología criolla. No lo sé, pero sí puedo asegurar que este espectáculo fue tan desalentador como sintomático.
Fue notable la ausencia de una mirada unificadora desde la dirección. La diversidad de estilos actorales obligó a cada actor y actriz a defender su propia visión de la obra y no un concepto unificado y coherente. Esto dio como resultado que, en una misma escena, las actuaciones de precisión milimétrica y gran sensibilidad estuvieran al lado de interpretaciones maqueteadas (basadas en palabras, gestos y corporalidades vacías) o de afanes exagerados por buscar la empatía de la audiencia.
Esta mezcla hizo que algunas escenas bordearan el fiasco. La secuencia de las máscaras en el bosque fue aterradora –no por sus reminiscencias espectrales– sino por el diseño caricaturesco de las máscaras, sumado a una coreografía elemental, desapasionada y sin correspondencia con el tono de la puesta. A raíz de este despropósito, mis vecinos de butaca –adolescentes, padres de familia y adultos mayores– asumieron al unísono que La Segua era una comedia y no un drama de tintes trágicos.
Entonces, no fue inexplicable observar cómo –a partir de este punto– las risas acompañaron el cortejo nupcial de Encarnación y Félix; los avances eróticos entre Camilo y Petronila; los seseos de Camilo al intentar –sin éxito– imitar el acento de un español de cepa y la afectación melodramática de Encarnación Sancho cuando decide asumirse como la Segua.
¿Y dónde está el director? , me pregunté mientras trataba de entender cómo en un emprendimiento que involucra a casi cincuenta personas –entre artistas, diseñadores, técnicos y funcionarios– nadie haya cuestionado la vigencia del libreto o los fundamentos estilísticos e ideológicos de la puesta. Me pregunto si es que a alguien le pueden interesar tales “detalles” o si es mejor permanecer en silencio para evitar el disentimiento.
De todas maneras, el proyecto –en sus fases iniciales– recibió la bendición del dramaturgo y tal parece que con eso fue suficiente. De hecho, en el programa de mano se consigna la carta de respaldo suscrita por Alberto Cañas como una especie de nihil obstat (aprobación oficial) para un montaje que terminó siendo exitoso en la taquilla y en algunos aciertos individuales, finalmente opacados por la debilidad del conjunto.
Sigo creyendo en el teatro costarricense. Muy a menudo escribo reseñas de espectáculos sólidos en su forma y en sus contenidos. La experiencia me va enseñando que lo más valioso surge del teatro independiente y no de ese otro tutelado por “autoridades” que se sienten benefactoras del sector. Ojalá que la CNT vuelva a adquirir un estatuto más autónomo para distanciarse de las políticas culturales propensas al fiasco o a la risa penosamente accidental.
Obra: La Segua
Dirección: Mariano González
Dramaturgia: Alberto Cañas
Elenco: Anabelle Ulloa, Juan Porras, Andrés de la Ossa, Alex Molina, Miriam Calderón, Silvia Campos, Rosita Zúñiga, Rebeca Alemán, Leonardo Perucci, Bernardo Barquero, Tatiana Zamora, Luis Fernando Gómez, Diego Ureña, Eduardo Carrillo, María Orozco
Escenografía: David Vargas
Vestuario: Rolando Trejos
Iluminación: Jody Steiger
Música: Carlos Escalante
Espacio: Teatro de la Aduana
Función: 31 de mayo de 2015