El gran Joaquín Gutiérrez cuenta en sus memorias que la primera persona famosa a la que conoció fue Greta Garbo.
Ocurrió una mañana en el muelle de Limón y al joven Joaquín le impresionó tanto el episodio que, ya convertido en escritor, setenta años después, lo recordaba con gusto.
La distinguió de pronto mientras ella huía de un grupo que la había reconocido (“un pelotón de perseguidores”), vio cómo desde el barco en el que viajaba le lanzaban una escalerilla de mano y también cómo –la imagen es deliciosa– la actriz subía como una ardilla para ponerse a salvo en su camarote.
Greta Garbo era ya una estrella del Hollywood de los treintas y, como se ve por lo que pasó en el muelle, iba muy bien en su camino para convertirse en la mujer arisca que fue hasta el final, cuando paseaba por Nueva York tratando de esconderse tras una pañoleta y unos anteojos de sol, alimentando el mito de sí misma.
Mucho tiempo antes de conocer la bella anécdota de don Joaquín tuve mi encuentro, digamos, personal, con la actriz sueca.
Landelino Muñoz, mi abuelo pulpero, guardaba en un aposento grande de la casa montañas de periódicos viejos con los que después envolvía brillo, jabones en barra o bien, los utilizaba para secar el piso de madera de la pulpería donde el estañón con canfín dibujaba, gota a gota, amplios mapas aceitosos.
En mis ratos libres, que eran muchos, yo me lanzaba de cabeza a aquella hemeroteca salvaje para recuperar noticias añejas que me trajeran novedades.
En un ejemplar me detuvo un anuncio. Un cine de San José ofrecía un ciclo de películas dedicado a una mujer a la que llamaba la Divina y veía hacia la izquierda por encima del hombro. Era Greta Garbo.
Mi dicha no fue como la de don Joaquín, pero algo es algo.
El tiempo me dio después la oportunidad de conocer la sala con nombre de estrella cuando la capital empezaba a perder otras como el Bellavista, el Moderno, el Capri y el grandioso Rex, al que me ha parecido ver resucitado en el tamaño y el ambiente de algunos cines que descubrí en La Habana.
Comencé a frecuentar la sala Garbo en los noventas atraído por películas de Almodóvar.
Las cintas eran solo una parte más de la experiencia porque también disfrutaba, terminada la función, bajar hasta el paseo Colón para tomar el bus y volver a mi casa.
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Cuando dejé Alajuelita fue para vivir en el barrio Don Bosco, a doscientos metros de la Garbo, pero la disfruté poco porque no tardó en empezar a decaer y cayó tan bajo que una mañana de domingo la vi transformada temporalmente en iglesia evangélica. Poco después la vi cerrada.
Unas versiones afirmaban que el cierre era definitivo, otras que estaba en obras para mejorarla y reabrirla.
Tenían la razón las segundas. Y me alegró.
Tantísimos años después de mi encuentro con la Divina Garbo en un pedazo de periódico, me llegó la noticia de que la función continúa. La sala, ahora una bella cuarentona remozada, regresa después de una pausa.
Hace, enhorabuena, lo que Greta, la actriz, negó y se negó –volver, volver, como en la ranchera de Fernando Maldonado– únicamente para mantener apuntalado el mito que la sostenía.
Esta Garbo, nuestra Garbo, está allí otra vez, resucitada, para que probemos de nuevo con ella los múltiples sabores de la vida hecha cine desde la pacífica oscuridad de una butaca.