El budismo zen nos cuenta que no debemos confundir la luna con el dedo que señala a la luna, y que mientras el sabio centra su atención en satélite, el zafio contempla, ensimismado, el dedo. A saber qué nos pretendían enseñar tan sutiles monjes, pero unamoraleja plausible es que ambas entidades pertenecen a dos órdenes de realidad y que,por ende, no deben confundirse entre sí (so riesgo de necedad).
Esta moraleja viene a cuento de que, desde hace aproximadamente una generación cuyos miembros, impulsados por la digitalización y las tecnologías de la computación y la información, hemos venido construyendo un mundo paralelo al nuestro.
Un mundo virtual en que muchos aspectos de nuestra realidad aparecen duplicados en bits y bytes. E incluso, en algunos casos, esa realidad virtual confiere cualidades y propicia desarrollos que son dificultosos o imposibles en el mundo real. La factura física que usted recibe en un compra tiene ahora una sosías virtual que se multiplica, y viaja a su buzón de correo, al banco y al ministerio de Hacienda, donde se juntará con otras entidades similares, suyas y ajenas para iniciar viajes de transformación de consecuencias insospechadas.
Y lo mismo le sucede a los libros, a los carros y a casi cualquier entidad material. Incluyendo a las personas.
Este proceso ha transformado radicalmente nuestro entorno, haciendo desaparecer los CDs, las enciclopedias impresas y las agencias de viajes, las filas en los bancos y para pagar recibos, y creando nuevas capacidades y servicios. Y como decía el novelista Arthur C. Clarke, “cualquier tecnología suficientemente avanzada es indistinguible de la magia”.
Y esa magia nos tenía embrujados, absortos, embebecidos, mirando fijamente ese dedo y ajenos a las fases de la luna.
Esta peste que no has tocado vivir, inopinadamente, ha venido, sin embargo, a recordarnos que, más acá de la virtualidad, pero también más allá, está nuestra corporeidad. Y nos lo está recordando en todos los frentes y en toda la línea. Cualquiera que haya vivido la experiencia de enfrentar una condición extrema de la naturaleza, sabe que no hay mejor recordatorio de lo ajena que es a nosotros y de lo insignificantes que somos en el orden universal de las cosas.
Y esta pandemia está aquí para recordárnoslo una vez más, y con todas las letras.
Nos recuerda que somos, antes que nada, seres biológicos, sujetos no solo a los avatares de todo lo material (temporal y caduco) sino también a de todo lo biológico. Ni todo nuestro conocimiento ni nuestras tecnologías podrán sustraernos, total y definitivamente, de los avatares de nuestro organismo, sean endógenos (como el cáncer) o exógenos (como los virus, o las bacterias o la contaminación o el cambio climático).
Nos recuerda también que, como seres biológicos, nuestra homeostasis demanda, imperativamente, que necesitamos movernos, y bastante, si queremos preservarnos saludables. No estamos hechos para estar encerrados (por eso la prisión es una pena, en el sentido literal de la palabra), alternando entre el sofá y la cama. Y que por eso es importante nuestro entorno: porque requerimos poder movernos, más o menos activamente, en ámbitos que sean agradables y seguros, pero externos a nuestro hogar, así sea por el mero trámite de recibir luz solar para sintetizar vitamina D y regular nuestros ciclos de vigilia y sueño.
Nos recuerda la fragilidad de nuestra existencia, que depende de factores que, de puro ordinarios, damos por sentados, sin cuestionarnos “qué pasaría si …”. Si no hubiera electricidad (y, por ende, Internet) o agua, o si fallaran las cadenas de abastecimiento logístico o las transacciones bancarias, o la atención sanitaria. Funciones todas sostenidas por unos sistemas complejos, muy bien afinados a lo largo del tiempo, que dependen no solo de redes complejas de entidades materiales sino, más importante aún, de otros seres humanos que se encargan (con o sin pandemia) de asegurarse que funcionen para nosotros.
Y nos recuerda que, más allá de esa dependencia de un montón de seres desconocidos, pero humanos como nosotros, dependemos también de esas otras redes sociales que hemos ido tejiendo a lo largo del tiempo y que sostienen lo más valioso de ese entramado que es nuestra vida.
Y que esas redes de las que nos vemos sustraídos ahora por fuerza mayor, no son reemplazables por las redes sociales de la virtualidad.
Y que no es lo mismo teletrabajar que acudir a una fábrica o a una oficina; ni es lo mismo participar presencialmente en un proceso educativo que asistir a una clase virtual; ni es lo mismo hacer una videoconferencia con los amigos que estar sentados en un tertulia o deambulando en una fiesta, hablando paja; ni es equiparable ver una transmisión de un espectáculo con asistir a un teatro o visitar un museo, o deambular del dormitorio a la cocina con pasear por el parque o caminar en la montaña.
Si algo nos está brindando esta experiencia es tiempo para ponderar estas cosas. Y aunque no saldremos sustancialmente diferentes (como no nos cambió ni la peste negra ni la gripe española, ahora meras anécdotas históricas), sí es posible que cambiemos la forma en que ponderamos ciertas cosas, así como el valor que les conferimos.
Nos recuerda, en suma, que es probable que quizás debamos cambiar el foco de nuestra atención: que es muy posible que hayamos pasado mucho tiempo viendo el dedo embelesados, y que ya sea hora de comencemos a prestar más atención a la luna.