Cuando estábamos en quinto grado, la maestra nos dejó de tarea “hacer” un libro. Por supuesto que nadie escribió una novela ni mucho menos y, en mi caso, no se me ocurrió más que escribir un cuento en el que combinaba personajes de mis dos series animadas favoritas.
El ejercicio me divirtió tanto que terminé escribiendo una suerte de saga de cinco “libros”, con el único problema que para la última de las aventuras se me habían acabado los villanos de las series animadas de las que bebía mi historia.
No me quedó más que inventarme uno, pero no sabía que nombre ponerle. Quería que sonara extraño, místico y… Bueno, para aquel entonces conocí a uno de mis mejores amigos. Su nombre es Oscar José y un día, conversando con él, se me prendió el bombillo: podía darle vuelta a su nombre y listo. ¡Ya tenía el nombre para el villano!
Caros Sejo sonaba muy bien, para ser honesto. Antes que nada, sonaba a maldad. También, tenía algo místico, como lejano del trópico. Daba una sonoridad especial. Óscar aprobó el uso deformado de su nombre para mi historia e incluso disfrutó con especial atención el capítulo en que "su personaje” casi asesina a Patricio Estrella.
En fin. Había olvidado toda esa experiencia porque han pasado bastantes años de la primaria y, además, había botado (lastimosamente) todos esos escritos un día que tuve un arrebato adolescente.
Fue el propio Óscar quien me recordó aquella tonterilla escolar hace unos días, en el almuerzo quincenal que siempre tenemos en el restaurante que está por mi casa. El problema fue que la razón de resucitar esa memoria parecía una locura.
Unos tres días antes de vernos, Óscar debía depositar la plata que dona mensualmente para una fundación filantrópica (le he dicho mil veces sobre las bondades de la banca en línea, pero se resiste a sus encantos) así que se dirigió directamente al área de cajas de su banco favorito y vio que la muchacha de ojos verdes que tanto le fascina no estaba en la casilla número tres.
“Seguro está de vacaciones”, pensó, y en eso vio al suplente. Un tipo delgado, de unos treinta años, con la barba de Shaggy y unos lentes redondos. Óscar se le quedó viendo desde lo lejos con cierto recelo, como si sospechara que algo malo había pasado.
“Que no me toque la caja tres, que no me toque la caja tres”, rezaba Óscar en su cabeza… Pero por supuesto que le tocó la caja tres.
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Con cierto nerviosismo, como si estuviera a punto de entregarse a la policía, Óscar se asomó a la ventanilla. Un tímido “buenos días” fue la única interacción que se emitió entre ambos, hasta que el cajero le extendió el brazo para darle un lapicero y ahí, justo en ese momento, se creó el ángulo perfecto para que Óscar pudiera ver que aquel hombre que contaba sus billetes tenía en su gafete de identificación el nombre Caros Sejo.
“Te lo juro, es que te juro que lo voy a matar”, me gritó Óscar en el restaurante golpeando unas papas fritas contra la mesa. “Es lo que debo hacer”, me dijo.
“¿Pero por qué lo vas a matar? ¿Qué te ha hecho?”.
“Yo no sé, pero no es posible. No es posible que alguien se llame así”, respondió, sosteniéndose la cabeza.
Me atreví a cuestionarle si se aseguró de leer bien el nombre del cajero, lo que provocó que casi le saliera rabia por la boca. Ante su ira, le dije que estaba bien, que se calmara. Que yo le creía, pero que estaba sobredimensionando el asunto.
Aún así, él repetía que sentía la necesidad de deshacerse del cajero, como si dos universos hubieran colapsado y ahora que Óscar conoció a Caros, solo uno podía vivir.
“Bueno, iré al banco a ver qué es la cosa”, acaté a decirle. “Pero como recompensa me tendrás que invitar al próximo almuerzo”.
Efectivamente, fui al banco favorito de Óscar, me dirigí al área de cajas, busqué con celeridad la caja tres y conté cuántas personas había en la fila. Mis cálculos decían que me correspondería la caja cinco.
Así que entré al baño a hacer tiempo para esperar que la cola de gente desapareciera y tuviera vía libre para la caja tres. Bajé la tapa de uno de los inodoros, cerré la puerta y saqué mi celular para no aburrirme en la larga espera.
Revisé Facebook, revisé Twitter, abrí una cuenta en Tik Tok, respondí dos correos del trabajo y consideré oportuno salir del baño. Supuse que ya no habría tanta gente afuera.
De camino al lavabo, sentí que alguien estaba del otro lado de la puerta. Quedé mirando su sombra en el piso y esperé, hasta que empujó la puerta.
Ahí estaba: era delgado, parecía de treinta años, tenía lentes redondos y no tenía la mejor barba del mundo.
Su identificación terminó de confirmar mis sospechas. “Caros”, le dije, con un inesperado tono dramático que aún no entiendo de qué parte de mi ser salió.
“Creador”, me respondió él. Yo esperé en silencio a que siguiera hablando, hasta que al fin se animó. “Debo enseñarle algo. Esta vez sí lo hice bien”.
Las piernas me empezaron a temblar... ¿Sería posible que este tipo le hiciera algo malo a Óscar? ¿Sería cierta esa extraña profecía que me había rehusado a creer?
“Sígueme”, me dijo Caros mientras abría la puerta, y me llevó a un portón que se encontraba en la parte trasera del banco. Empecé a sudar y, con la mano en la bolsa, tanteé marcar el 911. Sentí la llamada salir y dejé abierta la línea.
Caros le pegó una patada al oxidado portón y me señaló con la cabeza el sitio. “Aquí está lo que querías que hiciera desde un principio”.
Me dijo que pasara antes que él y, en medio de la oscuridad, vi un cuerpo rosado en el piso y entendí que lo que Caros decía la verdad. En esta ocasión (o en este universo) Caros Sejo sí asesinó a Patricio Estrella.