Mi amigo Mike estaba convencido de su idea, por más ‘peros’ que yo le pusiera. Estaba verdaderamente enamorado, y no se me ocurrió manera de echarlo para atrás en su militancia hacia el ridículo público.
Hoy puedo quejarme mucho del espectáculo que dio (dimos) en el restaurante que trabajaba su prometida Ana, una muchacha unos ocho años mayor que él, pero la semana previa al esperado cumpleaños corrí lo suficiente para que todo quedara de maravilla.
Yo tocaría la guitarra y él cantaría con una pandereta en sus manos. Como sabía que yo tenía contactos en tiendas musicales, me puso a correr para encontrarle una pandereta morada, justo el color favorito de Ana.
Después de un par de días, encontré la pandereta. Me costó un ojo de la cara y, para ser honesto, era horrible. Tenía unos círculos rojos pintados a los lados hechos con una desidia inigualable, pero en mis planes de aquella semana no estaba contemplado andar por toda la ciudad buscando una estúpida pandereta.
Una vez resuelta la primera estupidez, otro problema me esperaba: mi amigo quería que nos vistiéramos de musgo.
Mike me enseñó un extracto de un programa argentino llamado Un día de caza, en que unos tipos andan vestidos como plantas de humedal. Le dije que me parecía lo menos romántico del mundo para llevarle una serenata a Ana; que en dado caso nos vistiéramos más del tipo Midsommar, con coronitas bonitas en nuestras cabezas.
Pero Mike estaba con el saco de la necedad bien puesto y tapó sus oídos cada vez que yo le daba nuevas ideas. El quería que fuéramos vestidos como el Parque Nacional Palo Verde.
Y así lo hicimos. Me dio un par de sus camisas para ver la talla (porque Mike a veces viste medium y otras veces large) para hablar con el sastre que siempre me hace mis remiendos y costuras.
El tipo, naturalmente, creía que le estaba tomando el pelo. Nunca nadie le había encargado confeccionar tal estupidez. “Hombre, yo he hecho trajes de todo, pero ¿te das cuenta que esto ni para Halloween te va a servir después?”, me dijo. Yo le contesté que estaba al tanto del grado de estupidez que le pedía.
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Justo el día antes del cumpleaños de Ana, el sastre nos entregó los trajes. Fui con Mike a recogerlos y me cuesta describir el grado de felicidad que vi en sus ojos. Me relajé un poco al saber que él era feliz y estaba satisfecho del resultado.
El restaurante en el que trabajaba Ana quedaba en pleno corazón del sector financiero de la ciudad. Es el sitio al que suelen ir los banqueros, ejecutivos y hombres de poder.
Justo al lado del banco más importante del país, Mike estacionó su camioneta y nos bajamos en la gran puerta del edificio. La gente se nos quedaba viendo, por supuesto. Éramos dos plantas gigantescas (tanto Mike como yo somos muy altos) con guitarra y pandereta en mano.
Contiguo al edificio, estaba el restaurante. Nunca había ido, porque siempre me parecía demasiado lujoso para costear un almuerzo con mi salario de un cuarto de tiempo.
Me sorprendió la belleza del sitio. Había luces envueltas en un halo de papel rosado, con grandes ornamentos que enrollaban las bombillas. El tapiz de las paredes eran gotas de chocolates rodeadas con más flores. El lugar era un bello jardín bajo techo.
Desde que cruzamos la puerta, los comensales se asustaron. Mike y yo frenamos en seco y, por un momento, sentí que desistiría de su locura. Al fin se había dado cuenta de la estupidez que acabábamos de cometer, y cómo nuestra pinta chocaba con la elegancia del lugar.
Fue en ese instante en el que, por más antagonista que fuese de ese plan, me sentí mal por Mike. Él estaba verdaderamente ilusionado por sorprender a Ana.
Respiré profundo y me convencí de hacer lo correcto: abrí el grifo de la vergüenza y me puse a tocar la guitarra. Lo primero que se me vino a la mente fue una canción ranchera que me cantaba mi abuelo. Era linda. Hablaba sobre una muchacha de ojos azules y Ana tenía los ojos azules.
Sabía que Mike la conocía, pues más de una vez la cantamos paródicamente en su carro. Mi canto (mi vergüenza, más bien) motivó a Mike y, de repente, él aflojó sus hombros y se unió en el coro de la canción.
De la cocina salió parte del personal del restaurante ante la serenata, pero Ana no se veía. Con los ojos, y con la canción a grito pelado, le hice a saber a Mike que había que caminar a la cocina. Todos nos hacían mala cara, pero no importaba.
Abrí la puerta con mi pie mientras procuraba tocar los acordes correctos y al fondo, cerca de los hornos, estaba ella. Cuando volteó la mirada por el escándalo, dejó caer un refractario de vidrio sobre sus pies.
Mike siguió cantando y Ana cambió su color al rojo atardecer. Sentía una vergüenza terrible, así que se llevó las manos a la cara para tapar la pena ajena que le provocábamos.
Ante la situación, rasgueé más fuerte la guitarra para aumentar la bulla. Mike y Ana se quedaron viendo y mi amigo, dispuesto a besarla, se acercó suavemente entre los vidrios rotos. Todo parecía un melodrama rarísimo, pero con final feliz, hasta que Mike arrastró sin querer un cable suelto de la cocina y se trajo consigo todas las ollas y vasos del lavatorio contiguo a los hornos.
A la semana siguiente del desastre, Ana nos invitó a comer al restaurante a la hora del cierre, cuando todo quedaba vacío.
Ella nos preparó una tarta de tres chocolates que aún puedo saborear. Reímos y reímos ese día bajo las flores que enrollaban las bombillas del hermoso restaurante.
Al momento de despedirme de ellos, una pregunta llegó a mi mente: ¿qué pondría hacerme Mike para el próximo cumpleaños de Ana?