Bellaco, bastardo y diablo embotellado, por borracho. Nunca quiso ser artista, ni poeta, ni una epopeya viviente del cine, solo hacía películas de vaqueros para pagar la ración diaria de puros y güisqui.
Los esnobs dicen que sus western fueron la epifanía que alumbró las maniqueas películas de cowboys contra indios, convertidas por Hollywood en cintas patrioteras empeñadas en hacer del “mejor indio, el indio muerto”.
La luz se hizo el 1° de febrero de 1894, en una casita de dos plantas en Cape Elizabeth, Maine, un pueblito de marineros vigilado desde 1791 por el ojo rutilante de un cíclope de argamasa encargado de orientar a los navegantes.
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Ahí pegó sus primeros berridos Sean Aloysius O’Feeney, nombre por el cual ni sus padres irlandeses –John y Barbara– reconocerían, menos si fue el décimo de 11 hijos, de los que seis escaparon a la parca. Él la encontró el 31 de agosto de 1973.
En la infancia las pasó canutas; a los cuatro años dejaron la granja familiar para ir a vivir a un estrecho apartamento. Sin mayores méritos superó la secundaria y trabajó en una agencia publicitaria y en una zapatería.
Sin decir agua va se convirtió en un mamotreto de 1,80 de altura y 80 kilos de músculo, tanto que en el equipo de fútbol universitario le encajaron “El toro” o la “Aplanadora humana”.
Pelirrojo y bizco, usaba unos anteojos gruesos estilo culo de botella, a los que agregó ya viejo un parche del lado izquierdo como un pirata tuerto. En realidad solo se protegía de una cataratas derivadas de cierta hipersensibilidad a la luz.
La valía un cuerno ser tratado como un “maldito loco irlandés”, alejado de los convencionalismos y empeñado en alimentar su fama de bravucón, buscabullas y provocador.
El hombre quieto
Los padres del cineasta se conocieron en Nueva York; John vendía licor de contrabando en los muelles y llegó a liderar el partido demócrata local; Barbara dejó su labor de camarera para criar a la ingente prole.
La carrera cinematográfica de John comenzó por cambiarse el apellido a Ford, para no avergonzar a su madre. Ella nunca aceptó que se fuera a Los Ángeles a buscar a su hermano Francis, quien tenía una productora de películas.
Este lo trató a las patadas; lo relegó a papeles secundarios pero le abrió las puertas del mundo y aprendió un oficio que lo llevaría ser considerado no solo uno de los más grandes cineastas, sino el inventor del cine como arte.
La películas de Ford reflejaron sus principios católicos de compasión, solidaridad, fraternidad y perdón.
Racistas y machistas quedaron malparados; defendió los derechos de las mujeres antes que el “Me Too”; criticó el capitalismo salvaje y solo quienes nunca vieron sus filmes lo tacharon de fascista o comunista.
En su vasta obra captó el carácter profundo de los estadounidenses; nadie como él entendió y expresó sus mitos, sus héroes, sus utopías y sus esperanzas.
Desembarcó con las tropas aliadas en el primer asalto a Normandía, el 6 de junio de 1944. Grabó todas las escabechinas siguientes en Francia, siguió con la guerra contra Japón y acabó en Corea y Vietnam.
Quienes solo han digerido el cine light o las series chatarra del cable podrían empacharse con: La diligencia; Las uvas de la ira; ¡Qué verde era mi valle!; La batalla de Midway o El hombre quieto, por citar un puñado de sus 150 obras.
Caballo de hierro
La crueldad con que trató a los actores, los comentarios hirientes y hasta los golpes que propinó, a uno y otra, fueron compensados por su inmenso talento.
Pendenciero y bocazas tenía un humor de los mil demonios. En el set se comportó como un tirano; jamás toleró que lo adularan y le valía un cepillo que lo tildaran de tirano y lo odiaran. Su trabajo era rodar películas, no ser simpático.
Nunca abjuró de su fe católica, aunque padeciera fuertes sentimientos de culpa por sus infidelidades maritales, sus descomunales borracheras y sus manía de resolver las discrepancias a puñetazos.
Aquel bastardo escondía un corazón sentimental, blando y compasivo, en especial con los minorías desdeñadas, los indios, los negros, las mujeres y todos los intrusos con ideas diferentes a las oficiales.
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Fundó el Sindicato de Directores para protegerse de los políticos que reptan en los pantanos, empeñados en levantar listas negras de las personas libres que viven como piensan.
John Ford fue un hijo de muchos padres, pero para los navajos, cheyenes, sioux o pies negros que llevó al cine era “Natani Nez”: el soldado alto.
Sabía más por viejo, que por diablo
Sin secretos. Para John Ford dirigir no era un misterio, ni un arte, cualquiera podía hacerlo. Lo difícil era filmar los ojos de las personas.
Premios irrelevantes. Nunca se tomó en serio, ni para ir a recibir sus primeros tres premios Óscar. La primera vez andaba de pesca; la segunda, estaba en medio de una guerra y en la tercera no recordaba por qué, tal vez solo estaba borracho.
Bocón sin medida. Muchos pensaban que era amante de Maureen O´Hara;en realidad los dos se odiaban.