En cuarentena, a prudente distancia entre sí, los campesinos siguen trabajando para que no nos falten sus productos en la mesa. Esta es la reseña de un día de brega agricultora en San Juan de Chicuá, Cartago.
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Por Rafael Pacheco (rpacheco@nacion.com)
Las primeras horas del día en la zona norte de Cartago, iluminadas con los primeros rayos de luz llegan como un esperanzador panorama de un futuro mejor, en medio de la emergencia por el covid-19.
El paisaje apreciado desde lejos promete llevarnos más lejos. La vista se esfuerza por abarcarlo todo en un instante, pero termina entendiendo que no es tan fácil como lo supone.
Y claro, después el ojo se pone más selectivo y los detalles entusiasman hasta al más escéptico. Los pastizales se renuevan y el ganado se abastece para luego retribuir con su crema y nata. Las trojas y casas en lontananza nos remiten a quienes cuidan los cultivos a su alrededor.
Entonces uno se acerca y ahí están los sembradios de cebolla, papa, zanahoria, repollo, coliflor o brócoli, y también sus celosos cuidadores, campesinos que se empeñan en llevar a buen final los cultivos.
Algunos recogen las cosechas plantadas desde meses atráotros se esmeran en atenciones hacia las plantaciones que recién emergen pero que garantizan alimento para más adelante. Y en medio del verdor predominante destacan los terrenos polvorientos donde labriegos preparan la siembra que dará frutos cuatro meses más adelante.
Pocos como ellos para acatar las recomendaciones sanitarias por el nuevo coronavirus.
Sin embargo, tienen licencia para salir a trabajar y por dicha lo hacen porque nos garantizan que los alimentos no escasearán.
“Tenemos que hacerlo” afirman. Pero en el terreno guardan prudencial distancia, los saludos de contacto físico quedaron en el olvido y siguen un escrupuloso ritual de higiene antes de ingresar a la casa cuando regresan del campo.
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