Yo quería ser futbolista, pero los genes no me ayudaron, aunque papá decía que de una rama del árbol genealógico familiar colgaba el parentesco con Walter Elizondo Gómez, una estrella de antaño.
A veces el destino es como un viaje en carreta porque las cargas se acomodan de camino pues si bien no llegué a Primera, estudié periodismo y un crack llamado Ricardo Quirós me enlistó en Deportes de La Nación como cronista de fútbol.
Otro fuera de serie, Édgar Fonseca, me ofreció la jefatura de la sección mientras yo trabajaba en un organismo internacional y, entonces, terminé haciendo lo que más me gustaba, aunque sin tacos y con una computadora enfrente.
La Sele quedó en el camino porque no pasó del empate a 0 ante El Salvador en el estadio Saprissa y viajé a Francia 98’ como enviado especial del diario, en una experiencia profesional alucinante con recuerdos y aventuras que me acompañarán por siempre.
Dejé constancia de las vivencias en una columna titulada Ojos ticos en Francia, que el público adoptó con nobleza y siguió con interés en una actitud filial que aún me conmueve.
Así, el jugador frustrado llegó a la cita ecuménica del fútbol con gafete de prensa colgándole del pecho, arrellanado en un palco en donde igual podía comentar una jugada con Jairzinho –campeón con Brasil en México 70’- o seguir los pasos de los cracks de entonces como Zidane, Ronaldo, Batistuta, Beckham o Michael Owen.
Este domingo cuando Mbappé, Griezmann, Pogba y el resto de la tropa se fundían en un abrazo sentido con la Copa del Mundo apuntando al cielo, no pude reprimir un acceso de nostalgia con lo vivido 20 años atrás en el Stade de France, en Saint-Denis, aquella noche en que Zidane, Deschamps y Henry se abrieron un hueco en la historia por primera vez.
Muchas cosas han cambiado desde entonces, en el fútbol y en mi vida, pero los valores más importantes continúan intactos, y hablo del gusto por el juego y un campeón que lo interpreta sin ambages, y, en un plano personal, intentar ser una persona mejor ahora con compañera y dos hijas, algo que no tenía y deseaba en 1998.
Aquella noche que Les Bleus se citaron con la historia corrí al centro de prensa a escribir la crónica, pero perdí el tren para regresar al apartamento que me servía de casa en París.
Caminé alrededor de siete horas en un trayecto lleno de imágenes festivas, con mareas de gente celebrando en un idioma que apenas entendía, en una demostración de amor por el país y su selección que he sentido con mi Sele, que esta vez fue al Mundial a hacer bulto.
Francia, Croacia, Bélgica e Inglaterra practicaron un fútbol como me gusta, con intérpretes de cabeza erguida y pelota al piso, movimientos inteligentes y llegadas centelleantes o bordadas pie a pie, porque, como todo en la vida, a veces el encanto está en el destello de un rayo o en la rima de un poema.