Alguna vez el fútbol se rigió por el criterio de estilo: una noción estética, no deportiva. Fue ese momento bendito en que el fútbol rozó asintóticamente la belleza pura, y por poco fue poesía, música y danza. Bastaba ver jugar tres minutos a Pelé, Garrincha, Rivelino, Cruyff, Beckenbauer, para darse cuenta de que eran ellos (aún cuando jugasen con máscaras y uniformes que no pertenecieran a sus equipos). Tenían una “caligrafía”, una “escritura” futbolística. Un párrafo de Cervantes, Proust o Márquez basta para reconocerlos: su identidad estilística es inconfundible.
Hoy todo el mundo juega igual. El fútbol se ha globalizado, homogeneizado, pasteurizado. El talento individual, la especificidad de los estilos se ha evaporado. Yo no dudo que Schweinsteiger sea un buen futbolista; pero no hay un “estilo Schweinsteiger”, como sí había un “estilo Rivelino”, que se reconocía desde el instante mismo en que recibía, enganchaba el balón, y se enfilaba hacia el arco rival. En el fútbol actual tenemos mil Schweinsteigers, y ni un solo Rivelino.
El fútbol propende al jugador genérico, impersonal, polifuncional, grisáceo, burocrático, mecanizado: una pieza de engranaje, una tuerca, una polea. Distópicamente, vaticino el advenimiento de un futbolista robótico, capaz de desempeñar cualquier rol, pero ninguno de manera egregia, distintiva, singular, excelsa. Será un oficioso, esforzado peón, no un artista. Su polifuncionalidad se cotizará bien en el mercado y estará en demanda en los equipos adeptos al fútbol vertiginoso, muscular, carente de inspiración, ángel y duende (García Lorca). Un fútbol sin magia. Y la gente aplaudirá como focas, porque jamás vieron a Sócrates hacer un pase de taco de 20 metros, a Rivelino ejecutar “el elástico”, o a Beckenbauer salir majestuosamente desde la defensa, la cabeza en alto, larga la zancada, bello y altivo como una bandera. Quien nunca vio un altar, ante un horno viejo se persigna.