Lejos quedó la época en que los héroes, los grandes captadores de atención mediática de un partido eran los jugadores. Eso pertenece a “los siete mil años del ayer” (Omar Jayam). Comenzando en 1978, la alta, enhiesta, enigmática figura del “flaco” Menotti, con su vorágine de cabellos en tremolina, su cigarrillo y su rostro de poeta maldito o de filósofo existencialista, la atención del mundo comenzó a enfocarse en los técnicos. De pronto eran tanto o más estelares que los astros deportivos, robando cámara y primeros planos (Mourinho y Guardiola representan el ápex de este proceso).
Pero luego vino esa figura rupturista, ese cometa, esa epifanía futbolística que se llamó Jafet Soto. Con él advino un nuevo cambio de énfasis. El jugador y el técnico retrocedieron al segundo plano, para que emergiera la silueta del gerente deportivo, el nuevo “generador de discurso” (Foucault). El que se pelea con los otros gerentes deportivos, las aficiones y jugadores rivales, los técnicos, los periodistas, los directivos… la gran saga épica “Jafet Soto contra el mundo”. En su trampa caímos muchos que seguimos sirviendo a su megaproyecto de celebridad mundial. Él es el que genera titulares, vende noticias, regaña a los reporteros, denuncia los vicios de todos los equipos y directivas del mundo. Se ha asegurado, a punta de “coups de gueule” (“golpes de jeta”) una omnipresencia mediática que es una verdadera hazaña en el arte de la autopromoción, y ya es imitada por varios colegas. Soto logró que el aficionado vaya al estadio por él, no por los jugadores que gambetean y anotan goles de antología. Esas proezas han sido sustituidas por la disonancia verbal, los exabruptos, el refunfuño, el plañir sempiterno de un gerente deportivo.
Viendo las cosas bien, no deja de ser una gesta épica, una importante transformación en nuestra percepción del fútbol. Un triste, deprimente pero espectacular desplazamiento de valores y prioridades.