París (AFP).
El exciclista Lance Armstrong admitió ayer por la noche que a lo largo de su carrera se dopó con un cóctel que incluía “EPO, pero poca, transfusiones sanguíneas y testosterona”, una combinación que no ha sorprendido a los responsables de la lucha antidopaje.
Desde la Operación Puerto, una redada policial llevada a cabo es España contra el dopaje en la élite del deporte en 2006, los responsables de la lucha contra el consumo de sustancias prohibidas tienen documentación acreditada sobre las prácticas en el pelotón ciclista, que incluyen la administración de estos tres elementos.
La EPO (eritropoyetina) fue en los años 90 lo más avanzado en materias dopantes. Se utilizaba con total impunidad durante todo el año, fuera y dentro de la competición, hasta la puesta en marcha, en el Tour de 2001, de un sistema de detección elaborado por un laboratorio francés.
Es probable que esta hormona, que aumenta los glóbulos rojos favoreciendo la oxigenación de los músculos, y por lo tanto la resistencia, fue utilizado masivamente por Armstrong en sus dos primeras “victorias” en el Tour de Francia, en 1999 y 2000, tal y como lo reveló el análisis positivo realizado a seis muestras de sangre extraídas al ciclista en 1999, según publicó el diario L’Equipe en 2005.
A partir de 2001 todo cambió. “A partir del test (que detectaba la EPO) los corredores tuvieron dos opciones: dejar la EPO entre tres y siete días antes de una carrera para estar limpios, pero eso solo valía para las carreras de una semana donde el efecto del tratamiento perduraba, o pasar a la transfusión” para los más pudientes, sin duda el caso del entonces doble vencedor del Tour, explicó Michel Audran, profesor de biofísica en la Universidad de Farmacia de Montpellier.
Economizando sus actuaciones (nunca participó en el Giro de Italia, que se disputa en mayo) Armstrong disponía de todo el tiempo para organizar sus transfusiones en las semanas precedentes a la Grande Boucle.
“Aquellos que no corrían el Giro de Italia lo hacían en mayo, el resto durante el invierno”, explicó Audran, especialista en el dopaje sanguíneo y cuyos conocimientos sobre este método, al igual que los del resto de expertos, aumentaron tras la Operación Puerto y los documentos incautados al doctor Fuentes.
En la práctica, los corredores iban a un lugar tranquilo para una cura de EPO o de testosterona o un tratamiento con hormona de crecimiento y después se retiraban la sangre, que se conservaba durante siete semanas o más tiempo si disponían de una congelador especial, cuyo coste mínimo era de 50.000 euros.
En general, durante la carrera, se sometían a “una transfusión en los Alpes y otra en los Pirineos, a menudo durante los días de reposo” y eso era suficiente para mantener la forma, según Audran.
En estos casos, los corredores no se reinyectaban más que los glóbulos rojos exentos de restos dopantes, con lo que los controles de EPO resultaban negativos.
La situación volvió a cambiar en 2005. Ese año, los controles por sorpresa entraron en vigor y con ellos el temor de ver desembarcar a los famosos “vampiros” (nombre con el que se conoce en el mundo ciclista a los responsables de estos controles) en plena cura. Esa temporada fue también la última del reinado de Armstrong en el Tour.
Las autotransfusiones, aún indetectables, siguieron reinando en un pelotón que, para mantener el negativo en las pruebas, sustituyó las tomas masivas por microdosis de EPO o parches de testosterona, sustancia que entre otras cosas permite la reparación de las fibras musculares, con unos efectos parecidos a los de la Eritropoyetina.
En cuanto a la hormona de crecimiento, los IGF1 (factores de crecimiento) y la insulina, productos consumidos por los ciclistas y probablemente también por Armstrong, su sistema de detección sigue siendo precario, por lo que se siguen utilizando en la actualidad de manera casi impune.