Yo estuve en la marcha de las putas, y allí me encontré con mujeres y hombres de todas las edades, con mujeres que llevaron a sus hijas e hijos pequeños. Éramos un grupo de personas muy diversas y heterogéneas. No me atrevo a emitir ningún juicio sobre las creencias de quienes allí estábamos y mucho menos a calificar la conducta y moralidad de quienes allí nos congregamos.
Sí creo que la marcha nos convocó por la indignación que provoca que se ignore y relativice una realidad tan inhumana como el sufrimiento de miles de mujeres que somos víctimas de todas las formas de violencia que cotidianamente se ejerce en muchos espacios, empezando por la casa y extendiéndose a la calle, centros de trabajo, lugares de recreación, centros médicos, medios de transporte y también en las iglesias. Las manifestaciones que se utilizaron para expresar el repudio por la violencia hacia las mujeres fueron variadas: consignas, disfraces, pancartas, pitos, grafitis en los cuerpos, testimonios, lectura del posicionamiento sobre el objetivo de la actividad. Todas estas expresiones tenían en común evidenciar lo que muchas personas se resisten a mirar y a reconocer: la violencia física, emocional, verbal, psicológica y sexual contra las mujeres. Yo estuve allí y me sentí orgullosa de ser parte de esa marcha, que fue capaz durante más de dos horas de romper el silencio que muchos grupos quieren imponer. Quienes allí estuvimos, quisimos hacer oír el dolor de las mujeres que son violadas, golpeadas, discriminadas, humilladas, privadas de caminar, vestir, trabajar y estudiar en paz. Estuve allí y volvería a estar, porque considero que es un compromiso humano ineludible el señalar, denunciar, desenmascarar a quienes tras discursos retóricos son cómplices con la violencia que se ejerce contra los cuerpos y las vidas de las mujeres, por el solo hecho de ser mujeres. Estuve allí para exigirle al Gobierno que me garantice a mí y a todas las mujeres que somos la mitad de la población de este país, los derechos humanos y que ejecute lo que debe hacer para cumplir con todos los compromisos asumidos cuando ha ratificado los acuerdos de la Convención para la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación contra la Mujer (CEDAW), ratificada por Costa Rica en 1986, y la Convención Interamericana para prevenir, sancionar y erradicar la violencia contra la mujer (Belém do Pará), ratificada por Costa Rica en 1995. Seguiré, junto a las miles de personas que estamos hartas de la violencia contra las mujeres, atenta a todas las acciones y discursos, vengan de donde vengan, que intenten intimidar y someter a las mujeres a patrones opresivos y que pretenden anular logros alcanzados en los derechos humanos de las mujeres.
Kattia Isabel Castro Flores Teóloga feminista, Del Colectivo Las Hijas de La Negrita.