
La definición geométrica euclidiana de la línea recta es: “la distancia más corta entre dos puntos”. La definición psicoanalítica del inconsciente es: “un saber que organiza el goce y regula el fantasma, así como una gran parte de la economía del deseo”.
Las definiciones nos pueden parecer restrictivas, demasiado rígidas, o, por el contrario, exageradas y confusas; el asunto es saber utilizarlas y hacerlas operar para construir más y mejores conocimientos.
Hace poco escuchaba a un espíritu sentimental que elogiaba románticamente el tema de la soledad: lo atractiva que puede ser para la creatividad, que la soledad es amor propio, que las mentes brillantes la cultivan todo el tiempo y demás. Eso me dio ocasión para pensar por dónde pasa el equívoco habitual, en el cual a veces nos enredamos y terminamos creyendo el juego que nos propone el sistema.
Ahora bien, si de algo sabe la época actual es de soledad. Al referirnos a ella, hay que distinguir entre el hecho de estar social y físicamente aislado y la sensación subjetiva de sentirse en soledad. Así pues, la soledad es una vivencia que se advierte de forma individual y personal, y que puede ser experimentada por cualquier persona sin distinción de edad.
Asimismo, habría que señalar que la percepción subjetiva de soledad es fruto de la discrepancia entre las relaciones que se tienen y las que se desearían tener. En ese sentido, la soledad se autoatribuye como un fracaso y se acompaña de fuertes sentimientos de culpabilidad. Está, de alguna manera, anudada a la no relación. Si bien no se puede afirmar que el sentimiento opuesto a la soledad es la felicidad, sí se puede conjeturar que si alguien está feliz, es poco probable que se sienta solo.
Por otra parte, definida por algunos como “soledad voluntaria”, nos encontramos con esos periodos que elegimos para estar con nosotros mismos, en un estado de calma y autoacompañamiento; son las horas de la verdad, momentos que hacen nacer lo inédito. De este modo, la soledad se presenta como oportuna para darle aire a la relación conmigo y con los demás, pero para esto, es deseable estar más o menos espabilado.
Dadas las definiciones anteriores, sin duda la soledad es un estado. Es lo que, de una ruptura, deja una huella. Es propia de la estructura del ser humano; tiene que ver con el sentimiento de sufrimiento inherente al hecho mismo de existir y se mide a partir de las coordenadas presencia-ausencia.
Dicho de otra manera, la soledad vive en ese intervalo incierto, entre el llamado y la respuesta, entre la llegada y la partida; habla de lo que nos constituye, de lo que nos duele y también de lo que nos sostiene.
Sin embargo, cuando la soledad es extrema, puede llevar a la angustia de aniquilamiento –una experiencia extrema y muy temprana– que es la vivencia de que el yo mismo puede desaparecer.
Frente a este desamparo, acompañado de un amplio abanico de sentimientos negativos como la tristeza, el miedo y la angustia, deviene la trágica pregunta: ¿dónde están los demás?
Como Gregorio Samsa, quien sufre la soledad extrema y percibe que ya no es el mismo; ha sido transformado por unas circunstancias que no consigue entender y de las que se percata cuando ya le han ocurrido.
En este sentido, el adagio de Paracelso, “nada es veneno, todo es veneno, depende de la dosis”, subraya la importancia del quántum en la definición de una situación, y, que, de la mano de la clínica de los excesos, enfatiza en el tema de la cantidad como determinante para que algo sea saludable o no.
Si hemos definido la soledad como un estado inherente a la existencia, la travesía de estar solo debería orientarse, desde el minuto cero, por la verdad. Y, asimismo, comenzar con la pregunta articulada: ¿qué otra cosa es la soledad sino la complejidad de soportar la ausencia? Porque tal vez existe el verdadero amor allí donde dos soledades se encuentran, y es que bien sabemos que, porque algo siempre nos falta, es que existe todo lo demás.
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Carolina Gölcher es psicóloga y psicoanalista.