El proceso penal ha estado cargado de simbolismos y rituales. Algunos más racionales que otros, o absurdos en tiempos modernos.
En países donde la toga es utilizada por magistrados y letrados se la defiende como instrumento de igualdad entre quienes la usan y como desdoblamiento de la personalidad, pues, según la teoría, el abogado togado «abdica de su propia convicción moral» y se transforma en un heraldo de la justicia, aunque, como señaló el abogado español Ángel Ossorio y Gallardo, en su clásica obra «El alma de la toga», siempre existe el inconveniente de que «se tome el signo por la esencia y se forme una mentalidad frívola y superficial».
En cualquier caso, son prendas de vestir que solamente amenazan con convertir a los funcionarios judiciales en una horda homogénea, propia de la distopía huxleyana.
Por el contrario, otro tipo de reglas sí precisan una profunda reflexión, ya que la función simbólica del derecho penal se ha posicionado como la arista prevalente en el aparato represivo en la actualidad.
En primer lugar, el engrosamiento del catálogo de delitos, con la ingenua pretensión de que la promulgación de determinadas normas disminuyen la criminalidad por arte de magia.
En segundo, la intuición basada en la sospecha como aspecto determinante para la intervención de las agencias represivas, entre estas, las detenciones por olfato policial, una práctica que se alimenta de prejuicios y generalizaciones espurias, derivados de la vestimenta, género, nacionalidad o estrato social del investigado.
Y tercero, la llamada concepción mística de la inmediación, según la cual los jueces pueden percibir la verdad o falsedad de lo relatado por un testigo a partir de su comportamiento, una fórmula ampliamente desacreditada por los psicólogos del testimonio, pero que, pese a ello, incorpora a la práctica judicial prejuicios de toda índole cuando se valora la prueba.
Para ilustrarlo analicemos el caso de los tatuajes. La Suprema Corte de Justicia de México determinó en el 2018 que el derecho al libre desarrollo de la personalidad emana del principio de autonomía personal, es decir, la capacidad de elegir y materializar libremente planes de vida e ideales de excelencia humana sin la intervención injustificada de terceros.
Para los magistrados, los tatuajes son parte de la libertad de expresión y el derecho a expresar, buscar, recibir, transmitir y difundir libremente, ideas, informaciones y opiniones.
El principal acierto de esta resolución radica en comprender que la práctica laboral o profesional no puede oponerse al derecho al libre desarrollo de la personalidad de quienes hayan tatuado su piel para mostrarla a otros o para su propio disfrute.
Cabe destacar que reglamentaciones de este tipo no son inocuas, pues en todos los casos la prohibición trae consigo un mensaje que agrava la disyunción de las personas: cuando se obliga a un empleado a cubrir su piel grabada aduciendo formalidad, moral o dignidad laboral —olvidando que el tatuaje no es una atavío del que puede librarse—, subyace un claro prejuicio, opuesto a los valores que se pretenden defender con la regla.
Lo mismo sucede cuando se trata de cortes de cabello formales o clásicos. La imposición encubre un estereotipo de feminidad que desprestigia no solo a los varones que tengan el pelo largo, sino también a las mujeres que decidan llevarlo corto, aunque estas últimas no tengan una prohibición expresa en este sentido.
En suma, son acciones que podríamos considerar fútiles en solitario, pero que contribuyen de forma significativa a perpetuar de manera indirecta una inadmisible desigualdad en el tratamiento de grupos vulnerables, situación que se agrava aún más debido a la permanente selectividad del aparato represivo estatal para algunos de estos conjuntos y que produce la necesidad de eliminar todas aquellas prohibiciones que se erijan como meros simbolismos derivados de anquilosadas costumbres de antaño y que lesionan los derechos de terceros.
El autor es abogado.