Los contratos se los dan siempre a la misma empresa, el concurso se diseña a la medida de la persona que se desea beneficiar, a los viáticos se les incluye algo extra, hay que ir al consultorio privado para ser atendido más rápido en el sistema público, hay que darle algo a alguien para que apruebe el trámite, nombre a mi primo y luego le pago el favor, sin factura es más barato, hable con el diputado para que nos eche una manita...
Son secretos a voces, no de hoy, sino de siempre. De cuando yo era niño, antes de que se promulgaran tantas leyes y se crearan controles que parecen no haber servido tanto como quisiéramos, porque esos pequeños secretos se nos volvieron tan normales como quien dice «ya casi llego» cuando ni siquiera ha salido.
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La corrupción no es exclusiva de altos funcionarios o empresarios, figura en el ADN de nuestra identidad cultural. Como escribió el jurista argentino Carlos Santiago Nino, en Latinoamérica, «el incumplimiento de las normas es una norma».
No es que nos guste, sino que presuponemos que así son las cosas y no hay forma de cambiarlas. Por ejemplo, según la Encuesta nacional de prevención de la corrupción 2020, el 85,7 % de los ciudadanos consideran que la corrupción los afecta cotidianamente, pero, a la vez, el 70,5 % reconoce que somos tolerantes con ella.
No es nada nuevo, la Encuesta sobre corrupción en la función pública, elaborada por la Universidad de Costa Rica en el 2011, mostró que los costarricenses pagábamos, cuando menos, ¢18.000 millones en sobornos al año por trámites públicos; no los empresarios ni el crimen organizado, sino los ciudadanos como usted y como yo, que querían un permiso municipal, la licencia de conducir o una cita médica. ¿A cuánto ascenderá el monto en nuestros días? Es solo uno de muchos estudios que muestran una realidad histórica.
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Conjeturas fundadas. Lo que ha hecho el Organismo de Investigación Judicial (OIJ) con respecto al caso cochinilla nos dio una gran sorpresa, no por lo que se investiga, pues lo intuíamos o, como mínimo, lo sospechábamos, sino porque su compromiso refleja que no tiene que ser siempre así y es factible realizar cambios.
Valga el espacio para recordar que demostraron compromiso y no «mística» (que no es un valor): espero que algún día me hagan caso y usen la palabra correcta.
¿Por qué ahora y no antes? Tendrán sus razones, mas lo cierto es que estamos en una sociedad que puede ser más crítica de la realidad imperante, aunque aún nos falta mucho por madurar cuando se trata de mirar la paja en el propio ojo.
La diferencia entre el chofer de bus que da mal los vueltos a diario intencionalmente y el gran empresario que se enriquece ilícitamente a costa de los contribuyentes es la cantidad de dinero a la que tienen acceso; porque si el primero pudiera hacer lo mismo que el segundo, no dudaría ni un minuto.
De nada sirve quitar a los que están si quienes los sustituirán tienen las mismas intenciones. Entiendo que uno de los principales problemas que tenemos es que el mayor secreto a voces es que la persona que denuncia suele ser la más perjudicada. Es una realidad para la que espero un pronto cambio y del que, en este momento, el OIJ es una punta de lanza.
Más que indignados (pues sería una falsa indignación) deberíamos estar agradecidos de que la «gran corrupción» dé signos de no ser tolerada durante más tiempo; sin embargo, deberíamos también hacer lo que nos corresponde para que la «pequeña corrupción» tampoco tenga espacio en nuestras vidas.
El autor es psicólogo.