Durante un tiempo, pensé que Rodrigo Chaves era un hombre brillante. Técnicamente preparado, con trayectoria internacional, con la autoridad intelectual para entender los problemas del país desde otra perspectiva.
En su momento, creí que podía ser un reformador distinto, alguien capaz de incomodar al sistema sin destruirlo, de usar su conocimiento para modernizar al Estado sin caer en los vicios del populismo.
Pero el poder tiene la mala costumbre de desnudar a las personas. Y, con el paso de los meses, Chaves ha demostrado que detrás del discurso técnico había un temperamento intolerante, egocéntrico y profundamente autoritario. Lo que antes parecía determinación, hoy parece arrogancia. Lo que sonaba a coraje, hoy suena a soberbia.
Sus ataques al Tribunal Supremo de Elecciones son una muestra perfecta de esa deriva. No son simples desacuerdos institucionales; son agresiones directas a la esencia misma de nuestra democracia.
El TSE no es un enemigo político, es una de las instituciones más respetadas del país, pilar de nuestra estabilidad y garantía de que el voto del ciudadano sigue valiendo más que el capricho del poder.
Y, sin embargo, el presidente insiste en atacarlo, en sembrar desconfianza, en ridiculizarlo públicamente. No porque tenga argumentos sólidos, sino porque no tolera límites.
Su forma de ejercer el poder se parece cada vez más a la de esos jefes que confunden autoridad con dominio, liderazgo con intimidación, respeto con miedo.
No me corresponde juzgar lo que ocurrió en el Banco Mundial. Pero sí me resulta fácil imaginar el tipo de jefe que pudo haber sido: uno de esos que hacen sentir a los demás pequeños; que imponen silencio con la mirada; que gritan porque pueden, no porque tengan razón. Un “líder” que se convence de que ser temido es lo mismo que ser respetado.
Y ese patrón parece repetirse ahora desde la Presidencia. Si alguien lo contradice, lo humilla. Si una institución lo frena, la acusa de conspirar. Si la prensa lo fiscaliza, la ataca. Esa no es la conducta de un estadista, sino de un hombre que necesita reafirmarse a costa de todos los demás.
Lo más triste es que pudo ser distinto. Chaves tenía el talento, la formación y la oportunidad de marcar un antes y un después. Pudo haber sido recordado como un reformador valiente, un técnico que trajo orden y claridad al caos político. Pero eligió el camino del resentimiento y la confrontación, el de creerse el único dueño de la verdad.
Hoy ya no veo en él al economista brillante. Veo a un hombre atrapado en su propio personaje: un presidente que confunde el aplauso con la razón, el poder con la sabiduría, la popularidad con el éxito. Y cuando un líder empieza a creer que todo el país está equivocado menos él, lo que sigue nunca termina bien.
Costa Rica no necesita un padre autoritario, necesita un presidente que respete. Necesita inteligencia sin soberbia, firmeza sin insultos, liderazgo sin humillación. Porque la verdadera grandeza no está en gritar más fuerte, sino en saber cuándo callar. Y Rodrigo Chaves, lamentablemente, parece haber olvidado eso.
Álvaro Apestegui es médico.