Elvira Jessica Duff es un personaje de dibujos animados que quiere tanto a los animales que los daña: «¡Quiero abrazarte y apretarte en diminutos pedazos!», les dice.
Como Elvira, hay familias que mantienen una relación basada en un supuesto amoroso, en un deber de «amor», que tiene formas muy extrañas y contradictorias de manifestarse, pero que, aun así, es difícil de cuestionar porque «la familia es la familia», de acuerdo con el imperativo cultural.
Esto expresa, además, la fragilidad de los vínculos contemporáneos: parece que oscilan entre un odio extremo —que significa una ruptura brutal— o un amor absoluto —a veces asfixiante y demandante—. Este tránsito es común y a veces acelerado: puede pasar del amor al odio con una rapidez sorprendente. Lo vemos en todo tipo de relaciones y su lugar fundacional es la familia de origen.
Al respecto, en mi investigación doctoral, encontré que en nuestro país un grupo de personas tienden a relacionarse mediante lo que llamé una endogamia afectiva, según la cual se privilegia a los miembros de la casa dentro de la cual se crece —pese a que ahí encuentra mucho dolor— debido, entre otras cosas, a la dificultad para tolerar las diferencias y a la desconfianza sentida hacia las personas ajenas a su círculo.
Asimismo, el apego a la familia de origen parece ser mayor cuanto más daño cause y el alejamiento de esta suele ser tratado con muchísima dureza por quienes se quedan.
Hogares tóxicos. Ciertas familias derivan en una de las instituciones más mortíferas de todo cuanto nos rodea. No son pocos quienes reciben un trato vejatorio por actuar diferente o sobresalir, y en ocasiones suele ser un lugar de violencia sexual, de castigos físicos, de disciplina arbitraria y de clasificación y entrenamiento para ser hombres libres y mujeres domésticas.
Muchas otras investigaciones han profundizado también en el daño infligido por ese tipo de familias a sus integrantes. Entre estas cabe citar la de la psicoanalista Mónica Vul, para Costa Rica, quien reflexiona sobre la vida de personas jóvenes, expulsadas de sus familias y estigmatizadas. Seres humanos cuya existencia transita entre sentimientos de dolor, abandono y peligro. O la del médico Nel Córdoba, para Colombia, quien encontró que los ambientes familiares agresivos son determinantes para que personas de entre 9 y 16 años tengan fuertes sentimientos de tristeza y soledad.
Y, sin embargo, ¡cuánta gente sigue yendo año tras año a las celebraciones, participa en el intercambio de regalos, va a los paseos con su familia originaria! El resultado final son posibles sentimientos de frustración y amargura.
Una de las razones de la insistencia es probable que radique en lo que el filósofo argentino David Maldavsky llamó apego desconectado para explicar una especie de vínculo común en las familias y que consiste en la adhesividad (como una ventosa) acompañada por una desconexión. Succionando, viendo a ver qué sacan a costa de su individualidad, pero al mismo tiempo evitando la conexión íntima que depende de acoger a cada quien no obstante su particularidad, y la recurrencia se vuelve tolerable.
Actuando como si se pensara y deseara lo mismo, y el problema fuera el otro, es más fácil mantener el vínculo. Este enlace implica, eso sí, ponerle un chinche a la persona que incomoda, pegarla a una pizarra y fijarla con rigidez. Así, parece que el tiempo no transcurre y la dinámica familiar se mantiene con los mismos ritos, funciones, problemas, discusiones y tratos, alimentando una relación excesivamente dramática, catastrófica y extremista.
Por ello, bien hacen quienes se van de esas familias en busca de construir otras, una elegida, que les permita una vida un poco más buena. Para hacerlo, se requiere de un coraje inusual, porque implica un duelo.
La autora es catedrática de la UCR.