Las conversaciones entre Alfred Hitchcock y Francois Truffaut, reunidas en un libro amigable y futurista ( El cine según Hitchcock, 1974), suelen tener una rotación prodigiosa, no inmediata una vez ejecutada, aunque sí de inspirado alcance a mediano y largo plazo.
El cineasta inglés y el también director de cine y maestro de la nouvelle vague Francois Truffaut cruzan a través de 355 páginas –libres de todo prejuicio– una a una las películas del primero, entre las cuales destaca 39 escalones, obra que alcanzó a producir la admiración boquiabierta de un público anuente al golpe de efecto y a su proceso y derivaciones.
De aquí en más hay un paso a la creación de lo que se llama espectador hitchcockiano, incómodo bicho que desde la butaca adivina qué pasará en la pantalla… y lo seguirá haciendo al término de la función.
Pues en 39 escalones quien recoge los frutos de tamaña expectativa general es el famoso Mister Memory (un artista que estaba en el music-hall, apunta Hitchcock; y agrega: “el público le hacía preguntas sobre acontecimientos y daba la fecha exacta: ¿cuándo se hundió el Titanic? Y había preguntas muy maliciosas como ¿cuándo cayó el Viernes Santo en martes” y la respuesta era: el Viernes Santo es un caballo que corría en Wolverhampton y cayó (¡lo que nunca!) en un obstáculo el martes 22 de junio de 1864”.
Vida, pasión y muerte. Mister Memory, entonces, resulta el personaje clave y transita de un modo singular la pantalla hasta que alguien (el héroe de nuestra historia) le pregunta “¿qué son los 39 escalones?” sin hacer caso de la agitación de los contertulios.
“Es una organización de espionaje…”, empieza a responder Memory, y son sus últimas palabras. Desde un palco, el jefe de los espías lo acribilla en medio del alboroto y nadie sabe lo que se juega.
Truffaut sentencia: “muere literalmente por conciencia profesional”. Y eso lo lleva a exclamar: “es un personaje cuya caracterización lo lleva hasta el final, hasta la muerte, con una lógica imperturbable que hace de la muerte algo ridículo y grandioso a la vez”.
Bien. Hitchcock se limita a señalar que, en el caso de Memory, interpretado por Wilie Watson, las cosas están claras: el que sabe la respuesta debe contestar, más allá de cualquier especulación. He aquí, al parecer, una cierta moral fundada en el recuerdo.
Se trata del primer filme sobre la “memoria automática”, un tipo de condicionamiento de la personalidad del que hablará después la ciencia y que dividirá opiniones a lo largo de los siguientes ochenta años.
Ireneo Funes, un precursor. Allá por los 40, Jorge Luis Borges escribió Funes el memorioso. Un cuento que describe a un hombre que no cesa de recordar. A medida que el autor creía que avanzaba en su objetivo, en cualquier caso discreto, vio que su afán lo excedía, así como excedía todo intento de orden y programa.
El secreto de Funes era la minucia, el detalle, el pormenor; y lo captado (al cabo, el universo) no se le borraba jamás.
Nosotros, de un vistazo vemos, por ejemplo, unas uvas que cuelgan de la parra. Funes no solamente ve las mismas uvas, sino los vástagos y racimos de una parra y lo experimentado no se le borra: rememora cada hoja de cada árbol de cada monte. Es el mundo, su mundo, inhabitable de tan diverso, menudo, sofocante.
Memory pertenece al linaje de Funes, su precursor, más limitado que él –es cierto– debido a que su extensión terrestre no supera el antro del music-hall, una segunda naturaleza inventada por el sapiens; pero en ese antro que el gentío supone vulgar o plácido, y que corresponde al espectáculo, hay infinitos vericuetos para los profanos porque sus llaves las manejan a la corta estrellas y actores y cantantes junto a políticos, espías y técnicos de una guerra que existió y siempre sucederá. Por eso, aquí la ejecución y retroalimentación de lo evocado convierte el oficio de Memory en un macabro juego que juega con esos elementos sobre un tablero manchado de sangre.
Y usted se preguntará, ¿por qué 39 escalones y no 40 que es un número más redondo? ¡Ah… esa es la parte del misterio, amigos!
El autor es escritor.