Con el paso del tiempo la población crece y, en igual proporción, los pueblos y las ciudades. Los potreros, áreas bucólicas que en mi lejana infancia rodeaban los poblados y eran campos de juegos, donde nos sentíamos libres como el viento y saboreábamos deliciosas guayabas y frutas silvestres, han ido desapareciendo.
Allí, muchos de nosotros disfrutábamos los paseos familiares con almuerzos campestres y manteles de cuadros rojos sobre la hierba. Con unas cuantas piedras y trocitos de madera seca, prendíamos un fuego para chorrear el café que saboreábamos acompañado de pan casero.
Los cafetales, con frondosos higuerones y árboles de poró, prodigaban belleza y frescura al entorno, y con maternal afecto brindaban refugio a aves y pajarillos, a donde llegaban a juguetear las traviesas ardillas, pero todos estos cedieron su espacio a las urbanizaciones, a las casas y edificios.
La ausencia de planificación y la falta de visión de gobiernos y municipalidades ha contribuido al hacinamiento casi perverso, enemigo del ambiente; como consecuencia, la belleza escénica perdió protagonismo.
El aumento desmedido de vehículos satura el aire de contaminación; el humo y los ruidos estridentes dañan la salud y nuestra paz espiritual. La calidad de la vida desmejora día tras día.
Los ríos y riachuelos, rodeados de vegetación y hermosas flores silvestres de heliotropo, donde nadaban pececillos, son víctimas actuales de algunas personas carentes de educación, que depositan en ellos, sin ningún remordimiento de conciencia, sus desechos.
Dichosamente, quienes aman la naturaleza, gente digna de todo encomio, llevan a cabo ingentes esfuerzos por recuperar esos vitales espacios.
Con una nostalgia que no puedo disimular, recuerdo los balnearios de aguas cristalinas que existían en el cantón de Desamparados, donde las familias disfrutaban de amplias zonas verdes y jardines cuidados con esmero por los propietarios.
Todos esos paisajes, colmados de encanto y verdor, desaparecieron. Por otro lado, los pocos parques que existen en los cantones, con algunas excepciones, rinden pleitesía al cemento.
Fuera de los parques de la Sabana, de la Paz y del Este, entre otros, que la población posee gracias a la visión de algunos gobernantes, en el resto del país los sitios poblados de árboles brillan por su ausencia.
Nuestros ancestros nos legaron hermosos lugares arbolados en San José y en algunas ciudades del resto de las provincias.
En el sur de San José, en las ciudadelas de Hatillo, saturadas de viviendas, aparte de angostas alamedas, ya no cuentan con parques; allí, el cemento se señorea por doquier.
Los gobiernos que diseñaron esas ciudadelas olvidaron, por cortedad de miras y carencia de planificación, o por razones económicas, construir amplias zonas verdes y sitios para el esparcimiento de sus habitantes.
Lo mismo sucede en los cantones de Alajuelita, Desamparados y Aserrí. En Desamparados, por ejemplo, dolorosamente, los seres humanos, con la complicidad de los gobiernos municipales, a lo largo del tiempo, quizás por desinterés, han echado a perder sus muchas bellezas naturales.
Hoy los pueblos están saturados de viviendas sin ningún orden. Ese cantón es el mejor ejemplo de lo que es una política inadecuada de desarrollo urbano.
Resulta necesario, antes de que sea demasiado tarde, detener el rápido avance de casas y edificios en esos cantones, que el gobierno y las municipalidades adquieran amplios terrenos para destinarlos a parques que brinden frescura, verdor y belleza al entorno, y tranquilidad y paz espiritual, a sus habitantes.
Guardo la esperanza de que estas reflexiones despierten en las autoridades locales el interés para que muy pronto disfrutemos hermosos parques en las comunidades citadas.
El autor es abogado.