En los últimos días se ha hablado mucho de la función de control político que la Constitución le asigna a la Asamblea Legislativa. Se discute sobre sus límites y alcances y si esta función puede ir más allá de la supervisión y solicitud de cuentas a los funcionarios públicos. Conviene, en consecuencia, volver sobre lo que debe entenderse como control político en democracia y sus límites, a fin de no incurrir en excesos.
En primer lugar, la atribución constitucional del ejercicio del control político que se le da a la Asamblea Legislativa, y no a otro poder del Estado, se explica porque el Parlamento es el poder en donde el pueblo, como soberano, deposita su representación.
En esa condición, el Congreso tiene el encargo de vigilar, investigar y establecer las responsabilidades políticas de los funcionarios de las diversas administraciones públicas por sus acciones u omisiones y de requerir información acerca del desarrollo de sus funciones. Esa es la definición clásica del control político en una democracia representativa como la nuestra.
En la investigación de esas acciones u omisiones de funcionarios públicos, el control político puede extenderse, además, a todos aquellos que, sin ser funcionarios públicos, es decir particulares, hayan participado de cualquier forma en dichos actos u omisiones de los funcionarios públicos.
Personas privadas. Nunca el control político debe extenderse a vigilar, investigar y establecer responsabilidades políticas sobre personas privadas, sin cargo ni relación alguna con las diversas administraciones públicas y cuyos actos u omisiones no tengan que ver con el ejercicio de la función pública ni con la administración o disposición de recursos públicos.
Lo que las personas privadas hagan, sin que ello suponga acción u omisión de funciones públicas, en el ámbito de su privacidad, salvo que sean actividades delictivas, forma parte del ejercicio legítimo del elenco de derechos individuales. Esas actividades privadas de ciudadanos particulares pueden revestir interés público, merecer divulgación en los medios de comunicación, ser motivo de análisis o recriminación por parte de unos u otros, pero no serán, jamás, objeto del ejercicio correcto del control político en una sociedad democrática.
Financiamiento. Particular, por atípico, es el financiamiento privado a los partidos políticos. En esta materia sí cabe el control político –ante sospechas de financiamiento irregular– en la medida en que, amén de un eventual delito electoral, dicho financiamiento pueda tener consecuencias sobre la forma y sentido en que las autoridades elegidas (regidores, alcaldes, síndicos, intendentes, presidente de la República o diputados) cumplan sus funciones o administren los recursos públicos.
Es atípico en la medida en que quienes participan en el proceso de financiamiento pueden no ser funcionarios públicos, pero podrían llegar a serlo. Y, en esta hipótesis, podrían ser condicionados, ya en el ejercicio de sus funciones, por eventuales compromisos ligados a esos aportes.
Este es el caso donde, sin funcionarios públicos, sin funciones públicas y sin recursos públicos de por medio, el control político legislativo es legítimo.
Uso incorrecto. No se me escapa que algunas otras materias o hechos privados, como los que han ocupado las noticias en estos días, tengan un alto interés público o político partidista. Eso es comprensible y legítimo.
Por ello, todo partido político que quiera criticar, condenar o alabar la reunión que motiva su reacción tiene todo el derecho de hacerlo, pero ello no supone que los partidos políticos, por medio de sus fracciones parlamentarias, pretendan utilizar indebidamente la figura constitucional del control político para involucrar a un poder del Estado en una refriega propia de campañas electorales, pero no de la institucionalidad democrática.
La Asamblea Legislativa, además de un poder del Estado, es la caja de resonancia de los partidos políticos con representación parlamentaria. Es normal, en consecuencia, que el debate parlamentario y el trámite de los proyectos estén marcados por esa composición partidista. No obstante, no debe caer la Asamblea, en tanto poder de un Estado democrático, en la tentación de convertir la preciosa herramienta del control político en arma arrojadiza en el contexto de campañas electorales que, desgraciadamente, más que procesos cívicos se convierten en batallas campales.
El autor es diputado del PUSC.