Queremos menos armas en las calles y controles más estrictos sobre su uso. Pensaría que plantear esto en Costa Rica, con la tradición pacifista que nos caracteriza, no generaría mucha discusión. Hemos tenido liderazgo regional y mundial en procesos de paz y desarme, con un expresidente ganador de un Premio Nobel de la Paz y con decisiones históricas como la abolición del Ejército, pero, también, durante muchas administraciones hemos intentado regular la tenencia de armas.
Sin embargo, esa realidad de nuestra identidad ha contrastado con las acaloradas posturas en contra de establecer mejores herramientas para el control de armas. Son dos los proyectos de ley (20.508 y 20.509) cuyo futuro se define en la Asamblea Legislativa: ambos buscan reformar la Ley de Armas y Explosivos para garantizar mayor fiscalización y disminuir la circulación de armas de fuego en el país.
Cambios. Como explicaron las autoridades del Ministerio de Seguridad Pública en espacios como la Comisión de Seguridad y Narcotráfico, decisiones como disminuir la cantidad de armas que puede inscribir una persona de tres a una, o establecer en cuatro años el período para reportar a las autoridades el estado de un arma inscrita, permitirá disminuir la violencia y vigilar mejor la tenencia de armas.
Diversos estudios y datos demuestran tres hechos principales para respaldar lo anterior. Una mayor cantidad de armas en las calles está vinculada al aumento de la violencia.
En el 2017, el 72 % de 603 homicidios se cometieron con armas de fuego. En ese año, el OIJ reportó una alta presencia de armas de fuego en otros delitos como asaltos (48,6 %) y asaltos a vivienda (69 %). De 108 víctimas de homicidios en el 2018, cuyas causas fueron una discusión o riña, 45 fueron asesinadas con arma de fuego. Los cantones donde más se cometen homicidios en Costa Rica son aquellos donde más armas se decomisan.
Mercado negro. El segundo hecho es que el mercado ilícito de armas es alimentado por el mercado lícito. De un total de 7.830 armas involucradas en la comisión de algún tipo de delito, en 2.023 casos (una cuarta parte) se logró demostrar que estuvieron debidamente inscritas. Ese número, que es alto, puede aumentar, puesto que no incluye las armas cuya serie fue borrada y la comprobación no se realizó.
De las armas comprobadamente inscritas, el 71 % (1.444) eran de personas físicas particulares, de las cuales solo el 7% fue denunciada como robada o perdida ante las autoridades.
El tercer punto es que la tenencia de armas no aumenta la seguridad de la población. De hecho, son muy escasas las muertes determinadas por un tribunal como “legítima defensa”: en el 2018, de 16 ocasiones, 12 fueron policías; ciudadanos defendiéndose solo fueron cuatro.
En el continente americano es donde el 66 % de los homicidios se cometen con armas de fuego, frente al 41 % que es el promedio global. Europa (13 %) y Oceanía (10 %) tienen los porcentajes más bajos, continentes cuyos países son conocidos por tener regulaciones más estrictas para la tenencia de armas de fuego.
En otro dato interesante, el estudio La violencia vista desde la salud pública: tratar los factores de riesgo, de Rodrigo Guerrero para el BID, concluye que la posesión de un arma de fuego incrementa en 2,7 veces el riesgo de muerte para los integrantes de ese hogar.
Pero más allá de esas cifras que respaldan técnicamente las decisiones, se me ha acusado de asumir esta posición “por cuestiones ideológicas”; y de impulsar una ley “restrictiva” y “prohibicionista”. Les ahorro la duda: sí, es cierto.
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Ideológicamente, mi postura tiene que ver con la construcción de las relaciones humanas a través del diálogo, no de las armas. Tener armas no es un derecho: es un permiso que el Estado brinda, porque la seguridad es su responsabilidad exclusiva, y es su deber regular la posesión de un artefacto creado para causar daños, capaz de ocasionar la muerte de personas.
Desde hace mucho, las armas no son parte de los códigos de convivencia de los costarricenses, y no es tiempo de cuestionarnos ese principio.