Mientras usted me lee, un funcionario en una oficina pública se da cuenta de que podría beneficiarse haciendo algo indebido. El riesgo de ser descubierto es mínimo, pero duda: sería la primera vez. En ese momento deberá manifiestarse lo que Kant llamó el “imperativo categórico”, esa armadura interior que lleva a actuar moralmente sin que sea necesario el temor al castigo. Porque si lo detiene el miedo y no su conciencia, evaluará la legalidad y no la rectitud de sus acciones. La línea entre bueno y malo estará señalada por lo que contemple la ley y no por el daño potencial a la comunidad.
Ética. Un funcionario amoral pero tímido evita delinquir hasta que se percata de que aquella ley tiene un portillo. Más adelante, intoxicado de impunidad, convence al supervisor o al juez o al que diseña la licitación a inclinar la balanza, sirviéndose del espacio dejado a la interpretación y que permite anidar un delito en la zona turbia de la ambivalencia.
Ante la oportunidad, los cómplices se multiplican haciendo metástasis en todos los órganos del gobierno. El tráfico de influencias se convierte en norma. Diseñada bajo la influencia kantiana, una sociedad que presupone la buena fe de los actores es incapaz de lidiar con una amoralidad epidémica. Sea el premio a Mauri, anualidades delirantes o una pensión de lujo, los implicados se transforman en privilegiados de un sistema disfuncional, inasequibles al remordimiento.
Perversión. En una democracia privada de ética, el afán de convivencia es reemplazado por la coerción. Se pervierte el sindicato, que impone la ley de la selva: amenaza con paralizar la calle si no se aprueban exigencias cada vez más irracionales, invocando una solidaridad ficticia que solo deja migajas al necesitado. La junta directiva aprueba créditos irrecuperables o se contratan carreteras que nunca se concluyen... Los roedores devoran insaciables los cimientos del Estado.
El botín es extraído en fracciones del bolsillo del vecino y la empresa. Con cada piñata, el saqueo se intensifica. Se desdibuja la diferencia entre lo que el gobierno necesita y lo que despilfarra. En la punta de la pirámide, el presidente ejecutivo o el ministro, privilegiado él mismo o temeroso de la huelga, cancela el proyecto y el insumo ante la impostergable obligación contraída con los señores feudales de la función pública. El país se empobrece. Primero se sacrifican la educación y la cultura, justo las incubadoras de principios según la Ilustración. Las noticias y las redes reportan cada escándalo y crece la indignación ante la incapacidad oficial para castigar y recuperar. Un aciago día, en pos de una concertación dudosa, se declaran intocables las conquistas de la rapiña: los pluses estratosféricos son derechos adquiridos.
Transformación. El modesto y honrado burócrata cambia orgullo por frustración ante la legitimación del desfalco. Se culpa a leyes inalterables, pero él se siente estafado, jurando que será el próximo en exigir más de lo que merece. Decía Kant que el actuar moral es el deseo de que nuestra acción pueda convertirse en regla universal. Pero cuando la jerarquía del poder judicial, por ejemplo, que se supone comprometida con el credo de que todos somos iguales ante la ley, se declara intocable ante la urgencia de evitar la crisis, dice al pueblo que hay una igualdad que no le conviene y muestra tácitamente que su ética carecía de sustancia.
Cuando se generaliza la noción de que los frutos de la cleptocracia son una conquista y no un abuso, el tejido social se corrompe. Se perpetua una élite y se deja al resto todo el sacrificio. Cada año, el Estado deberá proveer la extorsión, secuestrado para siempre, convertido en vasallo de su propio clientelismo.
Es lo mismo. En el sector privado, la desaparición del imperativo categórico corrompe igualmente: siempre hay uno dispuesto a colusionar, a financiar cemento chino tres veces o a falsear contabilidades para depredar la banca estatal o timar al instituto. Se enriquecen pocos y la indignación de muchos esconde, en realidad, envidia por el helicóptero, convencidos de que ellos sí habrían burlado a la Fiscalía. Se esfuma la noción de bien común, haciendo que el pequeño empresario desaparezca en el mercado negro: pierde el miedo a la falsificación o al contrabando, mientras el profesional libre solo cobra en efectivo. Hacienda responde con un ejército de inspectores y tecnología de punta que suplen al guardián que Kant suponía dentro de nosotros. Porque cuando el ciudadano siente que el grueso de sus tributos paga excesos y hurtos irrecuperables llega a la conclusión de que es justo evadirlos. Ve en la informalidad su legítima defensa. Más abajo aun y ante la migración de las empresas a países fiscalmente más amables, el joven sin calificaciones accede al crimen. Un virus tan inasible como la falta de decencia ha desatado la tormenta perfecta.
Aquí estamos. En semejante desazón elegimos a un joven presidente con el mandato de parar la sangría. Pero sus expertos se desvelan ante las cifras sin tomar en cuenta la desbandada en el flaco batallón de los honrados. En el país construido sobre una clase media solidaria se ha impuesto el sálvese quien pueda.
Carlos Alvarado tiene ante si una tarea prioritaria que nada tiene que ver con porcentajes: reconstruir en el ciudadano el tabú de la deshonestidad, reinstaurando la noción del deber cívico. De lo contrario, se le irán cuatro años jugando a los policías y ladrones, cortando la cabeza a una hidra insaciable y descubriendo cuan ingenioso puede ser quien ha perdido la vergüenza. Enfrenta además un Congreso babélico en que la izquierda boba, los populistas del salmo y los politiqueros de siempre hacen caso omiso a la vertiginosa caída en la recaudación y analizan hasta donde aguantará tal industria sus surreales invenciones tributarias. Cegados por la urgencia de recuperar capital político pasan por alto una verdad elemental que el más modesto campesino podría explicarles: ¡cuidado, es imposible ordeñar una vaca muerta!