
Siguiendo con mis elucubraciones sobre los espacios, y habiendo ya pasado por el público y el doméstico, concluyo hoy con el espacio más interior o íntimo, lo que podemos denominar el almario.
Como la única materia pensante conocida en la pequeña parte del universo que podemos alcanzar, llevamos siglos cuestionándonos el porqué y el para qué de nuestra existencia.
La primera pregunta nos remite directamente a una razón, algo que nos antecede y explica, una causa. Por analogía con nuestra experiencia, tiene que haber algo anterior y superior que dé razón de esto. Este es el fundamento de toda la experiencia religiosa humana, desde el hombre primitivo, pasando por las religiones organizadas hasta la espiritualidad new age contemporánea que, si bien no explica nada, cuando menos consuela y entretiene a muchos.
La segunda pregunta sí parece un tanto más accesible: eludiendo el debate sobre los orígenes, nos remite al futuro, al propósito y al sentido de la existencia humana. Y aquí tenemos una enorme tradición de pensadores que se han estrujado las meninges tratando de responder. Pensadores bien antiguos (en términos históricos) y de muchos órdenes de la vida: desde esclavos, pasando por filósofos puros y lo que hoy mal acostumbramos llamar billonarios, hasta emperadores. Nos han legado visiones de la vida humana que estimamos tan valiosas que las seguimos transmitiendo en textos que, por eso mismo, denominamos “clásicos”.
Habida cuenta de que todos los hombres vivimos en contextos históricos precisos, esas visiones están fuertemente condicionadas por la época en la que se formulan. Así, muchas de esas primeras versiones de una “buena vida” o de una vida ordenada a un fin se produjeron en épocas en las que llegar a los 40 años ya era un logro, porque mantener la cabeza sobre los hombros todo ese tiempo no era nada fácil.
Así, un tema o motivo común a esas propuestas era lo que podríamos llamar una vida libre de sobresaltos: una tranquilidad que, sobrellevando los incontrolables imponderables de toda vida humana, se fundamentara en un gran motivador interno (el cultivo de la virtud) que no traicionara nuestra condición humana (contribuir, de alguna forma útil, a la colectividad).
Durante aproximadamente 20 siglos ese fue el libreto, al menos en Occidente. Pero, merced a los descubrimientos geográficos, el surgimiento del pensamiento científico, la aparición del amor cortés y la mejora en las condiciones materiales de vida, el foco se fue desplazando, lenta, pero consistentemente, a una visión un tanto más alegre (o menos pesimista) de la existencia. Una visión en la que ya no se enfatiza, como anteriormente, en una vía común, y en la que lo más importante no es tanto la autorreflexión y el razonamiento cuanto la acción y la sensación o el sentimiento. Comienza a fraguarse un concepto que reemplaza la tranquilidad o la ecuanimidad: la felicidad.
Y así es uno mismo quien dota de sentido a la vida, sabedor de que, en ausencia de una norma o parámetro común por el cual medir a todos, cada quien ha de encontrar solaz y sentido en lo que quiera o en lo que buenamente pueda. Así, nos dice un filósofo moderno, el estudio del pulgón de la rosa o la especialización en la composición de tipografía cuneiforme asiria pueden hacer de nuestra vida un grato paseo, motivado por la sensación de estar vivo y estar creciendo como persona en el cultivo de una actividad. Actividad que no necesita ser excesivamente trascendente, como lo demuestra el señor Hirayama, limpiador de servicios sanitarios públicos en Tokio, en la película Días perfectos (ahora en Netflix).
Pero en el espacio histórico que me interesa, el de las dos últimas generaciones, esa visión sosegada de la felicidad parece haber sido reemplazada por una en la que la acción no encuentra satisfacción en sí misma y requiere verse reflejada en el espacio social (no importa tanto cuanto hago, sino que me vean), y en la que el sentimiento reemplaza la satisfacción interior por una especie de éxtasis o paroxismo perpetuo, y se convierte en una especie de mandato paradójico: “Sé feliz”. Y muéstranoslo.
De esta forma, hemos ido reemplazando el hacer por el comprar (“experiencias”, como si fuera algo que los humanos necesitáramos adquirir), la satisfacción del logro o la superación de las dificultades por la dosis de dopamina, el contento interior por el reflejo de nuestra imagen en los demás. Y parece que estamos compelidos a ser felices para los demás y a mostrarnos en un artificial nirvana perpetuo que elude las miserias de la vida: las enfermedades, los fracasos, los desencuentros, las insatisfacciones.
Y hemos ido perdiendo, simultáneamente, el gozo de las horas y los días, el disfrute de lo cotidiano y sencillo, la satisfacción íntima de estar vivo y ser útil, de aprender y crecer.
Preguntado por una versión de la santidad que no remitiera a las gestas heroicas del santoral católico, John Henry Cardenal Newman nos brindó una definición lapidaria: “Perfecto es quien perfecto hace el trabajo del día. Nada más, nada menos”.
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Íñigo Lejarza es bachiller en Psicología y máster en Administración de Empresas. Ha dedicado su carrera al análisis de datos y la investigación de mercados, especialmente en medios de comunicación y publicidad.