“Esta es la tercera vez que repito lo mismo y usted no presta atención”, grita el docente al estudiante, quien, imperturbable, decide enviar un mensaje de texto con algún chiste nuevo. Sus amigos miran el pizarrón sin encontrar sentido alguno a las integrales y derivadas que se cuelgan unas de otras con gran agilidad. El examen final será el sábado y solamente los alumnos responsables lo aprobarán. El docente sabe que les resulta irrelevante aprender matemáticas.
Su clase está constituida, en su mayoría, por jóvenes provenientes de la clase media alta, hijos de altos burócratas estatales, así como de pequeños empresarios surgidos en las últimas décadas. No tienen ningún afán en terminar su carrera porque sus familias no necesitan el dinero que aportarían si estuviesen laborando. Estudian toda la mañana y la tarde, y luego se marchan a sus hogares en el automóvil que sus padres compraron, pues sería imposible imaginarlos en el transporte público.
Por fin llegan los resultados del curso, mas no resultan ser sorpresa para aquel grupo de estudiantes repitentes, que el semestre pasado obtuvieron las mismas calificaciones con el mismo docente. Matricular el curso nuevamente se ha convertido para ellos en un gracioso ritual, pues justificaran el fracaso ante sus padres diciendo que la matemática es difícil y la aprobación del curso se hará en un futuro cercano.
Otra historia. Mientras tanto, en un restaurante atiborrado por mesas, sillas y clientes, tres jóvenes mujeres limpian las mesas de los trozos de hamburguesas y refrescos gaseosos abandonados con descuido. En cuanto pueden, discuten entre ellas cuál es el significado de las palabras “cóncava hacia arriba”. En una servilleta dibujan el gráfico de una parábola, remarcando una sucesión de puntos en la curva que trata de explicar el enigmático concepto.
Cuando llega el final de la tarde, corren hasta el colegio nocturno, alternando la lectura de su libro de matemáticas con la de rótulos de autobuses. Para ellas el esfuerzo es enorme, pues el día laboral les ha quitado las fuerzas y el sueño les cierra los párpados de vez en cuando.
El pizarrón se llena de símbolos, pero a diferencia de los jóvenes acaudalados que no se afanan por aprender, aquí se juegan el futuro. Para alguien que trabaja diariamente por un salario mínimo, el colegio es la única puerta de escape, y ellas lo saben. Finalizar sus estudios secundarios les tomaría al menos tres años más, quizás cuatro. Luego vendrán los exámenes de bachillerato, afrontándolos con tan solo la mitad de los conocimientos necesarios para pasar tales pruebas.
La edad se opone tanto como el patrón del restaurante, a quien poco le interesan los polinomios o las técnicas de factorización. Las ventas lo estimulan, no las mejores condiciones de vida de tres jóvenes, quienes, además, luchan cada día con la amenaza constante del desempleo que espera a una persona sin secundaria que sobrepase los treinta años.
Desigualdad. El sistema educativo es uno solo, mas no sus resultados. No existe igualdad de oportunidades educativas para los jóvenes obreros y campesinos, que en su mayoría inician su vida laboral en la pubertad, e incluso, en la niñez. Si en la práctica todos los jóvenes costarricenses tuviesen la misma oportunidad de llegar a ser estudiantes universitarios, sabiendo que cumplen con los requisitos de conocimiento matemático que les permitan finalizar con éxito una carrera científica o técnica, la pobreza no sería la principal causa que impida el avance económico del país.
El autor es asesor de matemáticas del MEP.