El artículo 139 de la Constitución Política, en su inciso 4, establece como deber y atribución exclusiva de quien ejerce la presidencia de la República: “Presentar a la Asamblea Legislativa, al iniciarse el primer periodo anual de sesiones, un mensaje relativo a los diversos asuntos de la Administración y al estado político de la República, y en el cual deberá, además, proponer las medidas que juzgue de importancia para la buena marcha del gobierno, y el progreso y bienestar de la Nación”. El artículo señala un deber, no una obligación.
Los informes presidenciales se están convirtiendo en una tomadura de pelo, pues son una lista de elogios de su propia labor, con un agregado de interminables acciones propias de las entidades administrativas, sin posibilidad, en su presentación, oportunidad democrática directa para que los diputados puedan interpelar e interrogar al presidente in situ.
Posteriormente, los diputados se toman tres días para analizar el informe con poca resonancia hacia el exterior. Lo que el mandatario dijo ahí, dicho está, y nadie tiene la oportunidad cara a cara de dialogar, debatir o enfrentar de modo directo las cifras y realidades políticas en el acto, como sí ocurre en otras democracias.
El tiempo todo lo borra. No es lo mismo referirse a un informe presentado días atrás que interrogar al mandatario directamente en el mismo acto, en el cual está reportando su gestión. El último informe de 50.000 páginas, ¡por Dios!, qué desperdicio, reprodujo, como todos, un agregado de relatos institucionales y de cifras y acciones convenientes para los intereses del mandatario.
Los informes se están convirtiendo en relatos de mero trámite para contar logros y cifras a menudo sin sustento en la realidad. Están orientados a fortalecer la figura del gobernante, muchas veces con larguísimos discursos.
Simulacro. El informe presidencial entre nosotros es un simulacro de rendición de cuentas porque simplemente se lee, pero no se puede cuestionar formalmente en el acto y no tiene ninguna consecuencia para el presidente.
Sin consecuencias. No hay consecuencias, por ejemplo, para una mala gestión, corrupta u omisiva, ni hay tampoco límites a los malos resultados de una gestión presidencial. En Costa Rica no podemos revocar el mandato. En esos informes se puede mentir y los medios de prensa pueden señalar las mentiras, pero el presidente, concretamente, no recibe ninguna sanción política.
No existe, entonces, una exigencia vinculatoria sobre el desempeño a partir de resultados. El informe es más un acto protocolario que una rendición seria de cuentas. Los presidentes se deleitan leyendo su discurso en un auditorio donde está el cuerpo diplomático, la clase política y los medios de prensa.
No es en realidad un auténtico ejercicio de cuentas a la ciudanía. No hay un diálogo democrático productivo con el pueblo, ni siquiera con los diputados, ni hay un balance en muchos de esos informes entre los programas, la verdad de lo hecho y la realidad. Más bien, a veces profundiza el desencuentro entre los ciudadanos y el poder.
Si un presidente declara que su gestión representó un heroico manejo de las finanzas públicas, debería ser interrogado ahí mismo, y explicar claramente el sustento de esa afirmación frente a una realidad donde hay un déficit fiscal de 6,6 %, el más alto de los últimos 30 años, con una deuda del Gobierno Central del 50 % del PIB y del 66 % en el sector público.
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Si el informe indica que el problema fiscal es muy grave, que explique, por ejemplo, por qué subió el porcentaje de autorizaciones para llenar plazas vacantes del 15 % al 50 % meses antes de terminar su gestión.
Señalo esos dos ejemplos porque son los más cercanos, pero la verdad es que todos los presidentes han hecho de esos informes un acto de elogio a su gestión sin que haya contradicción. La Constitución actual se los permite y eso debe cambiar.
El autor es exdiputado.