Ningún organismo lo ha designado oficialmente, pero este 2015 pasará a la historia como el año clave para el desarrollo sostenible a escala global; o, quizá más precisamente, para la adopción de los acuerdos y estrategias que intentarán hacerlo posible a mediano plazo.
La gran pregunta es si, en los años que siguen, la comunidad internacional y las unidades que la componen –estados, entes multilaterales, sociedad civil, filántropos y empresas, entre otras– darán el salto desde las grandes aspiraciones hacia los logros tangibles, y desde los ambiciosos acuerdos hacia su ejecución práctica.
Las expectativas que se han creado son enormes; las decisiones y acciones para cumplirlas, en extremo complejas; las posibilidades de éxito, difusas. Pero ya no hay marcha atrás.
Elementos clave. Entre el 25 y 27 de setiembre, una sesión especial de la Asamblea General de la ONU, con lleno casi total de jefes de Estado y Gobierno, adoptará la gran hoja de ruta para orientar las estrategias de desarrollo durante los próximos 15 años, alrededor de tres dimensiones: económicas, sociales y ambientales.
El documento, de 28 tupidas páginas y acordado por consenso el 2 de este mes, recibió un ambicioso título: Transformando nuestro mundo: la agenda 2030 para el desarrollo sostenible. Su contenido sustantivo lo componen 17 Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) y 169 metas derivadas de ellos.
Las metas, a su vez, deberán ser descompuestas y cuantificadas en centenares –o miles– de indicadores, varios universales, pero muchos más locales. Serán ellos los que, idealmente, conducirán a las decisiones y acciones para orientar el trabajo, medir los resultados y dar seguimiento a la agenda.
En diciembre, París albergará una megaconferencia internacional sobre cambio climático. La aspiración es que de ella emerja un documento universal y vinculante sobre el tema que, entre otras cosas, apuntale vigorosamente la dimensión ambiental de la Agenda 2030. Sin embargo, aún no hay certeza sobre la naturaleza de sus resultados.
Y para completar la trilogía de grandes encuentros mundiales durante el año, entre el 13 y 16 de julio, se reunió en Addis Abeba, Etiopía, la tercera Conferencia Internacional sobre Financiamiento para el Desarrollo. Su documento final da gran énfasis al fortalecimiento de una “alianza mundial para el desarrollo sostenible”, que se nutra de los aportes –financieros, técnicos y en especie– de múltiples actores interesados ( multi-stakeholders ).
Intenso camino. El proceso que culminará dentro de un mes con la adopción de la Agenda 2030 ha sido política y metodológicamente difícil, pero exitoso. Los resultados en el terreno, sin embargo, se mantienen como un enigma. Aunque el horizonte de 15 años para cumplir con ella pueda parecer holgado, es en extremo reducido al considerar sus descomunales aspiraciones.
El arranque simbólico de esta marcha, precedida por varias iniciativas informales, fue la conferencia de la ONU sobre desarrollo sostenible celebrada en Río de Janeiro, Brasil, en junio del 2012. Conocida como “Río+20”, por celebrase dos décadas después de la original, de ella emergió la declaración “El futuro que queremos”, que se convirtió en referente para la visión y discusiones que vendrían.
El gran objetivo definido a partir de entonces, en el seno de la ONU, fue diseñar un conjunto de aspiraciones sobre desarrollo sostenible que dieran continuidad y, a la vez, ampliaran, consolidaran y profundizaran las contenidas en los Objetivos de Desarrollo del Milenio (ODM).
Los ODM habían sido adoptados por las Naciones Unidas tras la Cumbre del Milenio, celebrada en el 2000. Comparados con los Objetivos de Desarrollo Sostenible, fueron modestos. Se diseñaron para los países en desarrollo e incluyeron ocho objetivos, 21 metas y 60 indicadores, centrados en la reducción de la pobreza, la mortalidad y la exclusión; es decir, la mejora de indicadores sociales básicos.
El 31 de diciembre del 2015 fue fijado como límite para alcanzarlos, pero varios países están en mora. Esto da una medida de la titánica tarea que se abrirá para cumplir la Agenda 2030.
Tras la conferencia de Río se activaron grupos, consultas, comisiones, organizaciones y fuerzas de tarea para alimentar e impulsar las negociaciones.
Nunca antes se había desplegado tal movilización en y desde las Naciones Unidas. Pero sus dos instancias clave fueron un “grupo de trabajo abierto” para discutir y diseñar los ODS, y un “grupo de expertos” sobre financiamiento para el desarrollo. Ambos tuvieron carácter intergubernamental.
El primero de ellos completó su misión en julio del pasado año; el segundo, un mes después.
La visión integral. Los ODS son la parte más sustantiva de la Agenda 2030, pero el documento va más allá, e incluye criterios para su implementación, medición y seguimiento. Las modalidades de financiamiento también son parte esencial de las discusiones, y se han nutrido tanto de los aportes del “grupo de expertos” como de los acuerdos de Addis Abeba.
Tras laboriosas negociaciones, que concluyeron con una maratónica sesión el domingo 2 de este mes, la Agenda 2030 fue aprobada por consenso por la Asamblea General. Su solemne adopción, durante el segmento de “alto nivel” en setiembre, coincidirá con las celebraciones de los 70 años de las Naciones Unidas.
Para aquilatar plenamente el nivel y complejidad de sus prioridades –que por tan abundantes pueden diluir su utilidad como guía–, hay que leer las 28 páginas del documento, en particular las 169 metas surgidas de los 17 ODS. Sin embargo, unas pocas pistas ayudan, al menos, a precisar su carácter.
“Estamos resueltos, entre hoy y el 2030, a eliminar la pobreza y el hambre en todas partes; a combatir las desigualdades en y entre los países; a construir sociedades pacíficas, justas e incluyentes; a proteger los derechos humanos y a promover la igualdad de género y a asegurar la protección a largo plazo del planeta y sus recursos naturales”, dice el párrafo 3 de la Introducción, en traducción no oficial del inglés.
La meta 1,1 pone el 2030 como límite para erradicar la pobreza extrema “para todos, en todas partes”; la 3,6 establece que al 2020 deberán haberse reducido “a la mitad las muertes y heridas por accidentes de tránsito” y la 7,1 que, al final de los 15 años que abarca la agenda, se haya otorgado “acceso universal y económico a servicios de energía confiables y modernos”.
La visión, que es la parte más inspiradora del documento, habla de un mundo “con acceso equitativo y global a educación de calidad para todos”, donde el “bienestar físico, mental y social esté asegurado”, en que se respeten “los derechos humanos y la dignidad humana, el imperio de la ley, la justicia, la igualdad y la no discriminación”, con “democracia y buen gobierno”, y en el cual “el desarrollo y la aplicación de la tecnología sean climáticamente sensibles, respeten la biodiversidad y la resiliencia”.
El reto. Es difícil no estar de acuerdo con estas y otras aspiraciones. Y difícil no reconocer y admirar el exitoso esfuerzo por salir de los estrechos paradigmas de desarrollo centrados en la dualidad “norte-sur”, en la victimización nacional o en los recursos provenientes de la ayuda oficial. En este y en otros sentidos, estamos ante un texto digno del siglo XXI.
En un informe divulgado el 4 de diciembre del 2014, el secretario general de la ONU, Ban Ki-Moon, afirmó: “Estamos en el umbral del año más importante para el desarrollo desde que se fundó la Organización”.
Tiene razón, y una gran parte de los éxitos hay que atribuirlos a su empeño y liderazgo. Pero tales logros, por ahora, son esencialmente diplomáticos, técnicos, conceptuales y, en algún sentido, ideológicos. No es algo despreciable, pero sí insuficiente.
Ahora habrá que trabajar para que el enorme andamiaje construido y por construir a partir de estos avances, así como los dirigentes gubernamentales, sociales, ambientales y económicos de los 193 países que integran la ONU, caminen progresivamente de las expectativas a las realizaciones.
Tengo serias dudas de que esto sea posible en sentido general. Se ha apostado tan alto y a tantos blancos, que será en extremo difícil alcanzar todos los objetivos y, como aspira la Agenda, integrar, con una visión transformadora, integral e interdependiente, sus dimensiones universales y locales.
La esperanza es que, al menos, podamos equilibrar mejor el triángulo económico-social-ambiental del desarrollo sostenible; mejorar sus enfoques, superar barreras, movilizar recursos a partir de alianzas e impulsar importantes cambios puntuales, con repercusiones sistémicas.
Más allá de las dudas que despierta, estamos ante una apuesta crucial para el género humano. A todos nos va una parte en ella.
Eduardo Ulibarri es periodista.