
A veces la vida te va llevando poco a poco a un lugar donde, cuando menos te das cuenta, la luz se ve muy lejana. Sin embargo, he entendido durante estos años que debo simplemente pedirle a Dios que me dé consuelo y Él, con sus formas maravillosas, me ofrece grandes enseñanzas que finalmente calman mi corazón.
Como parte del equipo de Paliativos de la Caja Costarricense de Seguro Social, al que pertenezco, me vi entrando temprano a nuestro golpeado cantón de Desamparados. Hay que ir muy temprano a ciertos lugares de esa hermosa tierra, porque a esa hora los “niños perdidos” todavía duermen.
Nos acercamos a un barrio como muchos, lleno de gente buena, pero tomado por el veneno de la droga que drena de forma alarmante las almas de nuestros jóvenes. Ahí nos recibe un muchacho que se ve que había sido guapo antes de su caída en el infierno en el que vive actualmente. Él se encarga de verificar las entradas a ciertas calles. Amigablemente, quitó las piedras de la entrada y, luego de comprobar que veníamos en un vehículo de la institución, nos permitió el ingreso, no sin antes informarnos: “A ustedes sí los dejamos pasar, pero a los pacos… A esos los agarramos a pedradas”.
A esta familia que visitamos, la aprendí a abrazar en cada encuentro, una por una, a las cuatro hijas. Me enseñaron el valor de un abrazo y cuán necesario es para el ser humano intercambiar la energía de forma sincera y nutrirse del alma de las personas buenas.
A pesar de que para la CCSS es prohibido recibir algo de los usuarios, reconozco que en esa casa siempre me ofrecen un buen café y un delicioso budín. Entendí, desde hace mucho, que esas acciones representan una muestra de amor para muchos cuidadores y pacientes, y que hay que aprender a recibirlas con enorme gratitud.
Me encontré sentado tomando café en el pequeño espacio de la sala comedor, mientras una niña recitaba la tabla del 5 a la psicóloga y las excelentes profesionales de enfermería del equipo curaban al angelito hermoso que se encontraba en la habitación contigua, de la que había salido una hija diciendo con voz entrecortada: “Yo con lo que no puedo es con esas llagas…”.
El rostro en las historias
En ese momento, me tomé el tiempo de escuchar a las hijas desde un lugar distinto al que estoy acostumbrado.
“Desde los doce años trabajaba para ayudar a la casa, para que los otros, los menores, pudieran estudiar, y para darles de comer. Mi mamá sembraba cubaces, chayotes, vainica... De todo sembraba mi mamá.
”Trabajábamos en casas, limpiándolas, pero cuando me despabilé preferí trabajar en la empresa… Me cansé de ser mandada, de los gritos de señoras, me cansé… Hay gente que trata bien al empleado, pero hay otra que lo humilla a uno…
”Trabajamos en una fábrica de zapatos desde la mañana hasta las once de la noche para ayudar a la casa…”.
Entrando al cuarto de doña María me encuentro a otra hija, al lado de la cama. Le habla al oído: “Te queremos mucho, mami. Te amamos”. Casi al instante, sintiendo mi presencia, me mira a los ojos y me dice, sonriendo entre lágrimas: “Creo que me entiende… porque mueve la cabecita”.
Luego de terminar nuestra labor, viene la despedida; nos llenan de comida, “para darle al chofer y que tomen café más tardito”. Por supuesto, también nos llenan de abrazos honestos y contenidos que nos vitalizan para seguir nuestro camino e ir a ver a otro paciente con una historia que contar, distinta pero a la vez similar a la suya en muchos aspectos.
Pienso en la drogadicción que azota a nuestros jóvenes, el sufrimiento de la clase trabajadora, amenazada por el proyecto de jornadas 4x3, los ataques sin precedentes a la Caja, el sufrimiento histórico de la mujer, el machismo moderno reflejado en las estadísticas relativas a las cuidadoras... En fin, un atisbo de la realidad nacional.
Y creo que en el escenario de una visita domiciliar, Dios me enseñó que toda esta oscuridad en la que vivimos se diluye ante la luz del abrazo sincero, del milagro del cuido y del reflejo de la humanidad en su máxima expresión. Rodeado de budín y tazas de café, me lleno de ilusión para seguir adelante, convencido de que la solución no está en los insultos y excusas en los que algunos nos tienen inmersos. Está en nuestros corazones, en conectar con el otro desde el amor. Al final, la respuesta siempre seguirá siendo la compasión.
José Ernesto Picado Ovares es médico geriatra paliativista y fundador de la Fundación Partir con Dignidad.
