En estos días se ha suscitado en Cartago un escándalo por el proyecto habitacional de interés social en la zona del Guayabal. El proyecto privado, que ha seguido paso a paso los requisitos legales para obtener los permisos, ha sido atacado por dirigentes políticos que por alguna razón vieron en ello la posibilidad de obtener réditos, para lo que han llevado información no del todo clara a los vecinos que entonces también se han opuesto, siguiendo una línea de pensamiento que es el reflejo de una división nefasta para una sociedad que presume de igualdad.
A pesar de que se ha cubierto la oposición con una presunta inseguridad ambiental, el verdadero argumento —lo manifiestan los vecinos cuando son entrevistados—, es la procedencia de los futuros habitantes del proyecto. La queja es que son de zonas marginales y por ello, supuestamente, “de malas costumbres”, por lo cual van a “echar a perder” a la comunidad.
Es cierto que en los barrios marginales y precarios, por razones que tienen explicación en la misma desigualdad, vive alguna gente que no se ajusta al comportamiento medio para una sana convivencia; pero la inmensa mayoría de estas personas es gente buena, es gente decente que lucha por sobrevivir, por trabajar honradamente para construirse un futuro, por insertarse dignamente a la sociedad. La mayoría son madres jefes de hogar solteras o abandonadas, son menores de edad quienes, si nos les damos una vida decente, se convertirán en lo que criticamos.
Verdad a medias. Lo que se dice de que el lugar es inseguro ambientalmente es una verdad a medias, porque los Índices de Fragilidad Ambiental (IFA) lo ubican, como a la mayoría de Cartago, en riesgo moderado. Otras zonas ya habitadas son de mayor riesgo ambiental, y de hecho la previsión del crecimiento es al sur de la ciudad, precisamente en estas zonas. Son extremadamente más riesgosos los sitios donde viven hoy quienes se trasladarían al nuevo proyecto.
Con los argumentos que se han usado en contra de esta gente lo que se ha hecho es dificultar que las familias que van a vivir en el proyecto La Campiña se integren de manera positiva y constructiva a su futuro entorno.
Desde ya los vecinos les hacen la guerra y los declaran no gratos, los llaman antisociales, les cierran las posibilidades de integración social, los estigmatizan y hacen crecer su resentimiento hacia una sociedad que los rechaza a todos por lo que hacen unos pocos.
Qué diferente sería si, en vez de hacerles la guerra por prejuicios sociales, los residentes de los alrededores se organizaran para recibirlos como buenos vecinos, para ayudarles en sus limitaciones, para colaborar en mantener el lugar en buenas condiciones, para organizar actividades de promoción cultural y social, de modo que los integren positivamente. Desafortunadamente, en lugar de humanizar el asunto, algunos prefirieron politizarlo, pero sin medir que con ello han aportado a la destrucción de nuestra sociedad, de nuestra añorada igualdad y han causado un daño difícil de reparar a nuestra paz social. Han olvidado que el derecho de vivir dignamente, en casas decentes, no es de unos pocos, sino de todos los ticos, aunque sean pobres y aunque hasta ahora la sociedad les haya dado la espalda.
Ojalá este incidente no crezca, no provoque más daños, no genere víctimas físicas, porque pesarán en la conciencia de quienes azuzaron los actos violentos. Y digo más daño porque de hecho ya el mal está hecho: ya se aumentó la división social, ya se generó el descontento entre quienes cada vez ven más difícil que esta democracia les ayude a resolver sus problemas, porque unos cuantos creen que, por tener un poquito más de dinero, están sobre quienes luchan desde el fondo en que la sociedad los desea mantener.