La lucha contra la crisis climática deriva de un compromiso ético y moral con el futuro de la especie humana, el de nuestros hijos, nietos y las generaciones por nacer, así como con el de todos los demás seres vivos del planeta.
Garantizar un mañana para los seres humanos depende de salvar también las otras formas de vida en la Tierra, tal como las conocemos, dada la supeditación de nuestra especie a ese entorno natural. La ciencia lo tiene muy claro: lo que le suceda a la naturaleza nos sucederá a los humanos.
Como resultado del cambio global causado por nosotros mismos, si no actuamos con decisión, celeridad y unanimidad, nuestros descendientes serán los herederos de un planeta inhóspito, el cual, según los expertos, empezaría a mostrarse como tal a mediados de este siglo. Ya estamos avisados: existe una ventana de oportunidad para actuar de 20 a 30 años, pero se cierra rápidamente.
Síntomas visibles. Un ejemplo concreto de esa posible trágica herencia son los incendios forestales ocurridos alrededor del mundo el pasado año a consecuencia del calor y la sequía producto del calentamiento global.
Millones de hectáreas de bosque y charral fueron devastadas en Norte y Centroamérica, el Amazonas y Asia, y, quizás, el peor de ellos fue el de Australia, donde hubo víctimas mortales humanas y animales, y daños materiales cuantiosos, así como destrucción gigantesca de flora y fauna.
La conciencia de los jóvenes empieza a despertar, con razón, pues es su futuro. La calidad de sus vidas, a todas luces, ya se ve afectada. El movimiento mundial juvenil encendido por la joven sueca Greta Thunberg gana creciente apoyo. Con demandas precisas y emotivos mensajes a líderes políticos mundiales, ha puesto el dedo en la llaga al reclamarles, basada en sólida evidencia científica, “cómo se atreven” a afirmar que están haciendo lo suficiente para detener el calentamiento global, cuando eso no es cierto; que se les está robando el futuro al condenarlos a vivir en un mundo crecientemente inhóspito.
Simbiosis. En diversas culturas, existe la creencia de que si los humanos le damos la espalda a la naturaleza, esta nos la dará a nosotros. Dicha convicción la resume una de las grandes enseñanzas de la ecología, según la cual la naturaleza es una trama de múltiples interacciones recíprocas entre los seres vivos y su entorno físico, cuya estructura compleja y ordenada se sustenta en la energía solar capturada por las plantas.
Esa enseñanza profunda del orden ecológico la resume magistralmente la carta de 1854, del jefe indio Seattle, de las tribus suquamish y duwamish, al entonces presidente de Estados Unidos Franklin Pierce, en la cual dice: “La tierra no pertenece al hombre, es el hombre el que pertenece a la tierra (…), todo lo que le ocurra a la tierra le ocurrirá a los hijos de la tierra (…), el hombre no tejió la tela que es la vida, él es simplemente uno de sus hilos (…), lo que le hagamos a la trama, nos lo hacemos a nosotros mismos”.
Juan Pablo II decía que la crisis ecológica es un asunto de moral. Para enfrentarla, todos los sectores de la sociedad deben participar de manera directa. Por razones éticas, la unanimidad del esfuerzo involucraría, en primera instancia, a los grandes países emisores de gases de efecto invernadero, pero no lo están haciendo. Empero, existen otras fuerzas poderosas de la sociedad capaces de generar un cambio, como la juventud o el sector empresarial, y especialmente las religiones del mundo.
La fuerza de la fe. Muchas religiones reconocen lo divino en la naturaleza. Ven en ella “la obra del Creador” y profesan el compromiso de custodiar “la Creación” responsablemente. Esto es precisamente lo que le plantea el destacado biólogo y escritor Edward O. Wilson a un pastor bautista en su libro La Creación (2006).
Wilson le sugiere unir esfuerzos en la defensa de la Creación: “Proteger la belleza de la tierra y la prodigiosa variedad de seres vivos debería ser una meta común, a pesar de las diferencias en nuestras creencias metafísicas”. Y agrega Wilson, “porque somos parte de ella, el destino de la Creación será el destino de la humanidad”.
El mismo llamado hizo el papa Francisco en su encíclica Laudato si (2015). Como buen franciscano, el pontífice comprende muy bien esa visión de la creación. Dicha encíclica es un poderoso mensaje sobre la imperiosa necesidad de los humanos de hacer una mejor gestión del planeta y de sus recursos, vistos estos como un bien común.
Existe así consenso en que la ciencia y la religión pueden unir esfuerzos, sin importar cómo cada persona conciba al “Creador” y con pleno respeto por las diferentes visiones.
Admirar esta creación, desde lo pequeño hasta lo cósmico, debería ser parte de la vida espiritual no solo de los científicos, sino de todos los seres humanos sobre la Tierra, el único planeta donde se conoce vida en la inmensidad del universo.
Los autores son científicos.