Este no es un manifiesto feminista. Mucho menos una diatriba contra los hombres. Tampoco es un diagnóstico psicosocial.
Son, simplemente, las nociones de una mujer que, habiendo alcanzado “cierta edad”, entiende, no sin temor y temblor, lo que la escritora Andrea Dworkin llamó “la agonía de ser completamente consciente de la brutal misoginia que permea la cultura y la sociedad”; además de reconocer que las mujeres también hemos contribuido a perpetuar (en algunos casos inadvertidamente) el machismo y la misoginia.
Mucho se ha mencionado ya sobre la posición desventajosa de las mujeres en la sociedad. No da lugar aquí a referirse a lo que ya sabemos. Porque ya no basta con saber.
No dudo que poner nombre a las cosas sea un punto de partida; lo es. Creo en el poder de la palabra: machismo, misoginia, sexismo, acoso, violencia doméstica, desigualdad, opresión, liberación de las mujeres, feminismo.
Pero ya tampoco basta con nombrar: el significante de moda “empoderamiento femenino” no ha significado una pacificación de los lazos. Quizá se trata entonces de legalizar lo humano y con ello legalizar lo femenino.
La historia, las religiones con sus tradiciones, los mitos y las leyendas nos recuerdan las huellas de nuestro exilio.
Eva, Pandora, Hipatia, Casandra, Camille Claudel condenadas y maldecidas por contrariar el sentido de derecho que parece existir sobre nosotras. Ese fatal equívoco, esa aparente obligación a satisfacer las necesidades emocionales y sexuales, que algunos hombres le suponen al género femenino, ¿de dónde lo aprenden? ¿Quién se lo enseña? Está claro que hay una grieta. Una muy grande.
Es preciso decir, como bien apunta Rebeca Solnit en su libro Los hombres me explican cosas, que no-todos-los-hombres son misóginos y violadores, pero esa no es la cuestión.
Temor a lo sabido. La cuestión es que sí-todas-las-mujeres viven con miedo a los que sí lo son. ¿Cuáles son las secuelas de vivir con miedo? No se le teme a lo desconocido, se le teme a lo sabido.
Saberse en peligro obtura el progreso que una mujer pueda obtener de sí misma. Frente a este malestar, aflora una enemiga silenciosa: la desmoralización de las mujeres.
El deterioro emocional que el agobio provoca en las mujeres ha sido históricamente negado o silenciado, causando que vayan perdiendo la pista de sí mismas, distanciándose de lo que sienten y, en su lugar, aparecen angustias, enfermedades físicas, ira, violencia y depresiones.
Esa ira contenida amenaza con devenir en guerra entre los sexos y, así, la lucha por una transformación de la sociedad corre el peligro de anudarse en un grito ahogado y perder de vista que estamos frente al retroceso más doloroso y nefasto del que puede dar cuenta la historia.
Ni en las pesadillas más oscuras podrían Simone de Beauvoir y Gisèle Halimi haber imaginado que, 60 años después de los movimientos feministas que lograron visibilizar las desigualdades entre hombres y mujeres, redefinir roles de género y politizar los debates sobre la sexualidad y los derechos reproductivos, estarían sus herederas luchando por el derecho a seguir con vida.
¿Qué quiere una mujer? Tal como lo formula el psicoanálisis, es una pregunta que no ha podido ser contestada, se trata de que cada una articule una respuesta singular y se inscriba a sí misma en su propia historia. Sin embargo, puedo asegurar, con toda certeza, que ninguna mujer quiere vivir con miedo.
La autora es psicóloga y psicoanalista.