Lo hacemos porque llevamos la discusión de los problemas concretos al plano emocional; en lugar de esgrimir argumentos, mostrar datos o pruebas objetivas, emergen, desde las zonas más primitivas del cerebro, nuestros miedos, inseguridades, resentimientos y envidias ante un oponente que se transforma, como por arte de magia, en el villano que defiende posiciones contrarias a nuestra seguridad.
Esa es la razón por la cual muchos evaden la discusión política, para evitarse enemistades y hasta divisiones familiares. Nadie es inmune a la influencia de sus propias emociones; sin embargo, nos toca intentar ver el mundo con objetividad; reconocer la razón a quien la tiene y retirarle la confianza al manipulador.
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Es muy fácil arrastrar a grandes grupos de personas y convertirlas en seguidoras de un mal líder. Basta con que este se identifique y solidarice con las carencias habituales (empleo, educación, salud, comodidades), que “identifique” y señale a los culpables de tal situación (minorías raciales, religiosas, ideológicas), que reivindique la superioridad racial o económica o del credo religioso de sus seguidores y, en especial, que infunda miedo por la amenaza de perder un empleo estable o la endeble seguridad a manos de la delincuencia o del terrorismo fuera de control.
Quien elige se convierte en fiel seguidor de su líder, emocionalmente unido con quien dice identificarse con sus problemas cotidianos, y quien se muestra como el mejor o su único representante capaz de llevar a cabo las soluciones que tanta falta hacen.
Quien argumente en contra de tales discursos será visto como acicate de las amenazas que tanto teme.
El partidario o militante se convierte así en un fanático; perdona a su líder todo exceso; pasivamente tolera y aprueba los abusos que, en nombre de sus reivindicaciones, se cometen contra las minorías, el medioambiente y los contratos sociales. Es capaz de cometer actos violentos, unirse a grupos vandálicos o milicias con tal de defender su empleo, religión o privilegios.
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Y no hay argumento ni razonamiento que lo convenza de su error. No, hasta que llega la catástrofe.
Este escenario no solo tiene validez histórica por los nefastos ejemplos como el nazismo o el estalinismo del siglo pasado; sino también en los problemas cotidianos que son los mismos desencadenantes, unos más sutiles que otros.
Los líderes “de izquierda”, que dicen defender al débil y al oprimido, movilizan a sus seguidores en contra de los malvados empresarios y banqueros “de derecha”.
Esta falsa polarización ideológica, hábilmente inoculada en el cerebro emocional del electorado nunca encuentra soluciones a los problemas porque estos competen a todos como conjunto, no como bandos en oposición.
Por eso, tanto gobiernos de “izquierda” como de “derecha” cometen atrocidades y alcanzan índices inflacionarios de varias cifras.
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El único medio para mejorar nuestras condiciones de vida es la discusión política abierta y plural de los problemas y las soluciones que nos competen como sociedad, esgrimiendo argumentos basados en datos y pruebas y repudiando discursos superficiales y manipuladores que pretenden exacerbar las emociones y descalificar al oponente.
Evadir el esfuerzo de informarse bien y desentenderse de la política es un craso error que suele costar caro.
El autor es médico.