En febrero del 2017 viajé con una persona muy especial, enamorada de los volcanes, a Nicaragua para coordinar un documental sobre estas aberturas en la tierra del hermano país.
Nos dirigimos al Momotombo, carretera a León, y en todo momento vimos el volcán. Era como un ser omnipresente, inmóvil, pero muy activo.
Al mes siguiente, ascendí con el equipo de filmación y su reflejo en el lago de Managua fue increíble… en el volcán Momotombo entendí por qué nuestros ancestros y a lo largo de la historia se ha creído que los volcanes son los dioses del interior de la Tierra.
La respuesta usual acerca de qué es un volcán es señalar la montaña o, al hacerlo con las manos, formamos un triángulo, es decir, consideramos que su morfología es cónica.
Su forma, en realidad, es el resultado de diversos procesos geológicos ocurridos debajo de nuestros pies. El material fundido emanado de las erupciones es lo que llamamos lava, pero cuando se encuentra en el interior de la corteza, en la zona rígida donde estemos parados, se le llama magma, y al acumularse forma cámaras magmáticas.
El magma suele moverse a través de fracturas hasta alcanzar la superficie y la acumulación de material lanzado genera un cono.
Por eso, la forma que hacemos con las manos es el resultado final de un largo viaje al interior de la Tierra. Además, los volcanes son como las personas, todos son diferentes. Ejemplo de ello son los de Hawái, como el Kilauea, o los de África del este, como el Nyiragongo, muy distintos a los de Costa Rica.
Comparaciones. Al igual que las pirámides, los volcanes, debido a su forma, se asocian a las estrellas, el cielo y las divinidades, pero también son relacionados con lo contrario, como lo es el infierno.
En la mitología grecorromana se decía que el volcán Averno, ubicado en la caldera de los Campos Flégreos de Nápoles, Italia, era la entrada al Hades.
El volcán Masaya, en Nicaragua, fue llamado por los colonizadores españoles la puerta al infierno. Por el contrario, el significado del volcán Bandai, en Japón, puede traducirse como las escaleras de roca que llevan al cielo. También el Paektu, en Corea del Norte, donde el lago del volcán se llama Tianchi o lago del cielo en español.
En otras partes del mundo se les compara con los dioses. El volcán Ol Doinyo Lengai, en Tanzania, en lengua masái significa montaña de Dios y el Bromo, en Indonesia, debe su nombre al dios del hinduismo Brahma, creador del universo.
Otros volcanes son relacionados con el tiempo, es el caso del Canlaón, en Filipinas, que significa en lengua bisaya el único que gobierna el tiempo, o el volcán Fuji, símbolo y espíritu del Japón. Una una de sus traducciones es el inmortal.
Otras creencias. En diferentes mitologías, los volcanes y los terremotos poseen un dios. Hefesto, en la mitología griega, o Vulcano, en la romana, eran dioses del fuego y los volcanes.
Otro es Ruaumoko, dios de los volcanes y los terremotos para los maoríes o, según el mito hawaiano, Pele es la diosa de los volcanes.
Incluso hay un producto volcánico llamado lágrimas y cabellos de Pele, en honor a su leyenda, y se mira en lagos de lava, como en el Masaya. Eso, sin contar la gran cantidad de volcanes bautizados con nombres de santos.
Aún prevalecen ciertas creencias religiosas, entre estas, que el volcán hace erupción por algo divino o por un castigo, lo cual no es cierto. Erupcionan porque esa es su naturaleza. Sin embargo, no es extraño asociar a nuestros ancestros con los volcanes, porque en sus alrededores se obtiene un sinnúmero de beneficios: fuentes de agua, clima fresco y suelos fértiles.
Los volcanes nos preceden, pues la vida habría provenido, en gran parte, por ellos. No es para menos, existe gran cantidad de ecosistemas en los volcanes, porque eso son: vida.
Más que verlos como algo secreto, debemos entenderlos y aprender a vivir con ellos en armonía. Si bien es cierto que los nombres de los volcanes denotan temor, también muestran admiración y, ante todo, respeto.
El autor es vulcanólogo de Volcanes sin Fronteras.