Los costarricenses tenemos muchas cosas buenas. Muchísimas. Sin embargo, en los últimos años, el buen gusto ha dejado de ser una de esas cualidades. Para sustentar mi afirmación, utilizaré seis ejemplos.
El Gran Hotel Costa Rica, aun cuando el autor de estas líneas no es muy versado en estilos arquitectónicos, sí sabe distinguir lo estéticamente agradable de lo que no lo es, y el edificio perdió después de la remodelación millonaria.
La Casa de los Leones, ubicada en el paseo Colón, enfrente del Hospital San Juan de Dios, primero fue la casa del doctor Eduardo Pinto; luego, sede del Liceo Franco-Costarricense; y actualmente, una serie de locales comerciales.
El teatro Variedades, en calle 5, entre avenidas central y primera (en los mapas de Google aparece como “cine antiguo”), fue inaugurado en 1892. Lleva varios años cerrado. Se conserva la fachada. Por dentro, solo Dios y un grupito muy reducido de personas relacionadas con la conservación de nuestro patrimonio saben cómo está. Conociendo a mi gente, el día menos pensado vamos a encontrarlo lleno de tractores (sin violines).
Media cuadra al norte, la antigua Biblioteca Nacional es, desde 1971, un parqueo y un crimen de lesa urbanidad. Busquen las fotografías de Manuel Gómez Miralles en Internet y se darán cuenta por qué decidí escribir este artículo.
El teatro Apolo es el único de mi lista fuera de San José. Se ubicaba en la esquina de la calle 2 y avenida central de Cartago. Fundado en 1914, ahí se presentaron artistas de clase mundial: Libertad Lamarque, Julio Jaramillo, nuestro tenor Melico Salazar y Agustín Barrios, Mangoré.
Para rematar, el mamarracho de Cuesta de Moras, un bloque de cemento de 21 pisos, del cual ni siquiera el encargado sabe cuánto va a costar. O mejor dicho, cuánto nos va a costar. “Nos entuguriamos”, al decir del exministro de Cultura Guido Sáenz.
Si son tan amables, olvídense del argumento de que “es porque somos un país pobre”. Desigual, sí, y dolorosamente cada vez más, pero pobre, no. Nunca. Eso es una falacia. Pobres eran nuestros bisabuelos en el siglo XIX. Labriegos, sencillos y, en su mayoría, descalzos. Y así lograron darnos el Teatro Nacional.
Bueno, está bien. Digamos que sí, que somos un “país pobre”. Por un momento vamos a comprar ese discurso. En cuyo caso, con más razón, lo que debimos hacer era copiar el diseño del Parlamento de Austria. O hubiéramos copiado el de Hungría. Lástima que no lo hicimos, tendríamos una réplica del majestuoso Parlamento de Budapest, a orillas del Danubio.
Grabémonos una cosa: nuestra pobreza no es material, sino mental. Tenemos mal gusto, y como si eso fuera poco, nos contagiamos de un mal más grave: la indiferencia. Cambiamos elegancia por parqueos y negocios. O, para concluir con palabras más refinadas, tomo prestadas las de Arnoldo Mora, filósofo y, al igual que Sáenz, exministro de Cultura. Aunque fue en otro contexto, se prestan para cerrar este pesaroso escrito: Costa Rica “recibió herencias y entregó hipotecas”.
El autor es oficinista.